Suspiró y siguió barriendo, con el sol escondiéndose tras los edificios. Izquierda y derecha, barrer y mirar la calle, se decía. No podía darse lujos como batman, o como López Portillo. ¿Cómo se atreve a morirse ese cabrón sin pagar?

Al menos sufrió, pensó el barrendero de ropaje naranja y escupió en el piso. Continuó barriendo, había mucha calle en los horizontes que se perdía y se perdía. Desde el cielo, le habían dicho, la Ciudad se veía perfectamente bien estructurada. Él sabía que no era cierto, por como se movía en ella… o tal vez era cierto: Era una ciudad perfectamente bien estructurada, por un ogete.

Suspiró y continuó barriendo. A su lado, su nuevo compañero (un viejito, muy chaparrito, de facciones alegres y ojos vencidos): Guadalupe Espártaco, empujaba los tambos y las escobas de ramas. Le miraba extrañado, como siempre a decidirse a decir algo pero no lo hacía. Fue ese día, mientras el barrendero barría, que Espártaco le sonrió y finalmente le preguntó–: ¿Cuántas llevas?

–Como tres o cuatro calles, chinga… ¿por qué preguntas, si me has venido acompañando?

–No me refiero a eso –dijo Espártaco riendo alegremente–, ¿cuántas vidas?

–Sólo una y la que me dio el Señor Jesús.

–Simón… –respondió alegre Espártaco–. Todavía no estás consciente, porque te quedan muchas por delante. Eres el quinto que veo en mis dosmil y tantos años de vida que tengo y eres el más inocente. Es que tú no lo has descubierto, no todavía.

El barrendero hizo una mueca.

–¿Qué chupaste Lupito? –dijo el barrendero con una doble intención.

Espártaco sonrió por el albúr. Siguieron barriendo en silencio, sin darse cuenta que un hombre les seguía, hasta el siguiente día… de nuevo la rutina, pero había algo distinto. Espártaco no estaba tan alegre, el barrendero le miraba más serio.

–¿Lo presientes?

–Ah pinche Lupe, ¿eres brujo de Catemáco o qué?

–La muerte –dijo Lupe y siguieron barriendo en silencio. El barrendero cada vez se sentía más incómodo, ¿acaso Guadalupe se drogaba con tiner? ¿Con cemento? ¿O qué chingaderas se metía? Suspiró y se encogió los hombros. Izquierda y derecha, hay mucha calle por delante y sólo una vida. ¿Qué no ves?

Guadalupe sonrió, adivinando sus pensamientos, y le tocó el hombro para detenerlo.

–Mira allá atrás.

El barrendero obedeció, un hombre de chamarra negra y jeans estaba recargado en el poste. El viento cesó y el tiempo ya no existía. Ahí estaba, lo inexorable, lo inevitable. Era la muerte.

–En tus últimas vidas, lo habrás de reconocer –le dijo Guadalupe–, por lo mientras yo me voy.

Guadalupe le dio una palmada en la cabeza al barrendero y después se alejó corriendo, gritando a toda voz–: ¡Corre! ¡Corre hijo de la chingada! ¡Qué no nos alcance nunca! –Se escuchó las carcajadas del hombre de chamarra negra y jeans, y el barrendero lo miró correr hacia la dirección donde Guadalupe corría. Los vientos se alzaban, la basura revoloteaba en la calle tranquila y confundido por todo lo dicho, sólo pudo pensar en que tendría que barrer más.

Barrer y mirar la calle…

¿Por qué barrer?, se dijo el barrendero, a final de cuentas… vida sólo había una y si eso que había visto era la muerte, ¿para qué desperdiciarla barriendo? Suspiró, se sentó en la banqueta y miró en el suelo a un grupo de hormigas. ¿Por qué, no mejor ser una hormiga?