Hoy me subí al camión a las siete quince de la mañana. Eso no lo hacía desde hace muchos años… desde preparatoria más o menos. Si voy a la escuela, me subo a las 8 ó 9 y en la Ciudad de México, cada hora es muy distinta de la siguiente. Sobre todo por las intensidades del tráfico. Todo cambia por horas, por las entradas a la escuela, por las entradas al trabajo, por las horas en que los camiones de carga empiezan a entrar a la ciudad, por el transporte público donde cada vez hay más choferes que necesitan cubrir más rutas. Eso es un artilugio engañoso del cocodrilo, quien se arrastra despacio por la ciudad en las madrugadas y vigila expectante las calles vacías, húmedas y de olor a alcantarilla. En la Ciudad de México, el cocodrilo es bastante grande, ya se acostumbró a los fabulosos distribuidores viales, ya hizo casa nueva en el tunel de alta tensión que lo lleva a uno hasta San Jerónimo e inmediatamente ocupa casa cuando abren una nueva línea de metro. El cocodrilo ha crecido tanto a través de los años que sus escamas ya son demasiado fuertes como para atravesarles con la lanza del destino y sus dientes, lo suficientemente fuertes para devorar a cuatro, cinco dígitos de mexicanos diariamente. En la misma noche los digiere, los caga en sus camas para que duerman y espera pacientemente, con sus ojos amarillos y angostos, cerrando y abriendo coquetamente los cuatro párpados… sabe que pronto llegará el día y volverá a comer.

En alguna revista de curiosidades, me asombró el hecho de que un cocodrilo corre más rápido que un perro. Entonces empecé a imaginarme que si estuviera en la incómoda situación de perderme en un pantano, donde sólo Fifi (mi pastor alemán imaginario) me acompañara, no tendría porque sentirme seguro. Si nos encontráramos uno de esos reptiles, seguro Fifi me aventaría con el hocico y echaría a correr para ganar una ilusoria ventaja.

–¿Fifi?

–Si, ¿qué tiene Fifi? ¿No te gusta?

–De nombres para amigos imaginarios, me gusta más el mío: Bob.

–Pude haberte llamado Bobo.

El cacto asintió y se escuchó el sonido de muchas espinas chocando contra si mismas. A las siete de la mañana que mi hermano y yo tomamos el camión para irlo a dejar a la escuela, nos hemos descubierto en la Ciudad de México sin tráfico, en aquella Ciudad de México que todos los chilangos soñamos. Es famosísima porque es la que menciona todo mundo en sus pláticas casuales–. Si salgo diez minutos antes al trabajo, es impresionante como puedo llegar bien. Sin embargo, ya saliendo diez o quince minutos después, es casi seguro que llego tarde hasta media hora. Es la leyenda urbana más socorrida y existe gracias al cocodrilo, quien le gusta inventar leyendas urbanas para sobrevivir a los tedios de domingo. Yo, mientras tanto, he empezado a recordar un poco de quien era yo en la preparatoria, sobre todo en lo que a energía se refiere y me doy cuenta, un poco asombrado, que en verdad tenía más energías en aquel tiempo. Aunque mi indiferencia, mi apatía, mi sabelotodismo insoportable y mi neurosis han refinado sus métodos, me he dado cuenta que he perdido la energía estúpida inherente a cualquier edad antes de los veintes (o los tes).

–Se supone que yo estoy dormido –dijo Bob.

–Supongo que si –le respondí–, pero ya ves que no es así, tal vez nunca ha sido así.

–Todo mundo tiende a pensar que tiempo pasado siempre fue mejor. Una pérdida. Ahí es donde se te van las energías.

Me encogí de hombros y me le quedé mirando al cacto un momento.

–¿Quieres salir a fumar a la reja? El lobo devorador de mundos seguro te extrañó como idiota.

–Sobre todo él –dijo Bob y se rió, algunas espinas se le cayeron con la risa y otras, se fueron por el mosquitero para picar, seguramente, a un par de gatos.

–Me sentí muy solo ahora que no estuviste.

–Si, lo sé. Salgamos a la reja a fumar, termina tu post, ponle un punto final y ya que esté terminado, permítete contarte lo que pasó mientras dormía. Gracias por cuidarme todo este tiempo. Ahora, prende ese camellito y permítete contarte una historia, acerca de un viejo abogado que fumaba un puro, un tipo bien intencionado y una rubia que nos metió a los dos en problemas. A mí, por ejemplo, acabó matándome y obligando que mi alma hiciera un pacto con el diablo para renacer a lo que me ves ahora.

Asentí lentamente. Dicen que dormir demasiado hace daño.

–Y si no me crees, que mamón eres.