“Te recuerdo Eréndira”… Cuando Fest piensa en recuerdos, inevitablemente esa línea ha quedado grabada en su memoria. “Te recuerdo Eréndira” y se imagina un camión transportando naranjas cuyo centro esconde diamantes, se imagina una tierra amarillenta por el calor y al militar aún sentado en su silla, disparándole a las nubes. Incluso, se imagina a los putos peces marcando con sus siluetas a la luna. ¿Si era así? La verdad, el recuerdo no le da más. Las imágenes le son suficientes para sentir engañosamente que estuvo en otra tierra y que a partir de ello, la manera de expresar sus recuerdos esta, en parte, modificada por la percepción de otro escritor… Un gran escritor.

Si Fest fuera honesto de una vez por todas, admitiría que sus recuerdos solamente son lo que él desea y que él, como todos, deforma los recuerdos para darle sentido a sus sentimientos, el supuesto contexto para justificar el presente. El recuerdo son los cimientos del deseo. Cuando esté viejo, en un futuro, Fest recordará mientras se busca los cigarrillos en el bolsillo, y el calor del sol exprima el sudor de las grietas en su frente, que continuaron su camino por el estacionamiento que parecía extenderse a lo largo y ancho de su vida. Hacía tanto calor como hoy, murmurará, y nuestras sombras se alargaban lastimosamente como títeres sin ganas por el pavimento.

Fest piensa que este debiera ser nombrado como el camino del recuerdo.

–Señor Fumador, ¿gusta contarnos un recuerdo?

–Uno amargo –pidió el lobo sonriendo.

–¿Uno amargo? Lo único que se me ocurre es cuando un martes sólo me quedaban trece pesos en el bolsillo y mi próximo pago era hasta el viernes. Eran casi las diez de la noche y me dio hambre, y es cuando uno tiene hambre que cuenta las moneditas de su bolsillo. En mi caso, eran doce monedas: una de cinco, cinco de uno, y seis de medio. Oh, esperen, no eran trece pesos, sino doce. Suficiente para tres taquitos y ya. Revisé la cocina y como buen hombre independiente, me quedaban unos huevos y la mitad de una cebolla. No quería deprimirme comiendo una cena tan simple, así que pensé en comprar un par de bolillos, un mini botecito de mayonesa y si tenía suerte, unos cigarros macuarros. Tortas de huevo con cebolla y si quedaban chafonas, los cigarros ayudarían a olvidar el hambre. Salí a la panadería y cuando llegué, la encontré cerrada. Una señora vendiendo tamales me dijo: ¿Por qué no aprovecha y lleva unos para la cena? Le pregunté de a cómo, y cuando escuché el precio le dije no gracias, sonriendo más burlón por mi suerte que por el precio y me regresé a la casa. La señora me despidió con groserías, creyendo que me había burlado de ella.

Fest vagamente recuerda que llegando a casa, se había encontrado con un amigo que le prestó veinticinco pesos más. Hizo cuentas y si compraba un pan integral, podría comer sandwiches de huevo con cebolla hasta el viernes y podría comprar cigarros con filtro y una coca cola para esa noche. También pensó comprar un par de rebanadas de jamón, pero por alguna extraña razón, no se las vendieron. De eso se trata el recuerdo, de historias incompletas para intensificar las sensaciones. Tal vez había sido demasiado optimista con los veinticinco y le habían prestado menos, lo suficiente sólo para un pan integral chico. Tal vez fumó cigarrillos sin filtro para guardar un poco de dinero, que seguramente acabaría en copias y más copias de textos para su carrera. Lo que es cierto, es que recuerda que sí se comió los huevos con cebolla, no recuerda el pan, pero sí recuerda que de ninguna manera debía menospreciarlos, debía disfrutar dos cosas: la maravilla del hambre y la jodidez de no poder siempre comer lo que se quiere. Y estaba en todo su derecho de comérselo, había trabajado por esos huevos y esa cebolla, de ninguna manera se permitiría rechazarlos.

Tal vez de haberles puesto la sal que se le olvidó, no recordaría ese incidente. Tal vez de haber sido plátanos en vez de huevos y cebolla, lo recordaría distinto. Suspiró y se encogió de hombros. Pero indudablemente, ese recuerdo, así como te recuerdo Eréndira, habría de modificar sus recuerdos venideros. Si a Fest le preguntaran que es el hambre, tendría que responder que huevos con cebolla. ¿Y morirse de hambre? Doce monedas en el bolsillo para toda la semana.

–¿Y dio usted las gracias, Señor Fumador?

–¿De qué?

–A Dios, por el huevo y la cebolla.

–Media cebolla. Y yo no di las gracias. Tal vez lo hizo mi abuelita por mí, aprovechando que esta allá arriba –Fest no le dijo a Torres que le parecía ridículo dar las gracias por algo que había trabajado, incluso si ese algo significaba la carencia–. Me di gracias.

Fest buscó en el niño Torres una expresión inconforme y sólo se encontró con su silencio.

–Creo que exageras –dijo el lobo–. Pero si te apetece podemos incluir la historia del huevo y la cebolla como un mito de nuestra religión. Haremos que el doce sea uno de nuestros números simbólicos, instituiremos la panadería cerrada como un presagio y cuando las mujeres gordas y materialistas hablen con los vagos, despeinados y flojos, les dirán que todo viaje empieza con un huevo y una cebolla. Será un buen detalle para los creyentes, les gusta jugar alrededor de los mitos como si fuese la verdad pura… pero vamos, ¿es el recuerdo más amargo que tienes? ¿Seguro que no hay otro?

–Si lo hay, no he de contárselos porque ese o esos recuerdos, son solamente para mí.

–Yo recuerdo que hace dos semanas en la escuela, me vi frente a una niña que me gustaba –empezó Torres–. Llegaba todos los días y me sentaba tres filas a su derecha. Para mí, el mejor momento del día era mirarla y sentir los saltos en el estómago. Saltos molestos y sabrosos, como las malteadas de chocolate que luego me invitaba papá en el restaurante. Ahí estaba, en medio de aprender números y sumas, mirando como el rostro se le iluminaba con los rayos del sol. Di gracias a Dios por sentarla junto a la ventana y di gracias también, porque me permitiera observar cómo se distraía con el movimiento de las hojas o que contemplara al señor barriendo el patio. Es un sonido tranquilizante, ¿no creen?, el de la escoba de palos jalando el polvo. Sentirse enamorado es escuchar como barre el barrendero. Cuando ella se dio cuenta, empezó a sonreírme, a saludarme con la manita, a sentarse junto a mí en el recreo y a preguntarme cosas: ¿Sólo querrá que seamos amigos? ¿y si tengo que besarla pronto? ¿Tengo que preguntarle o arrojarme? No prestaba atención ya a las clases por saber de su bienestar, por mirarle el perfil ausente, y desde que su amigo me regaló la bendición de comprender el flujo natural, no he necesitado estudiar mucho o prestar mucha atención a mis tareas. Cuando antes sacaba cincos y seises, he empezado a sacar nueves y dieces. En fin. Fue ella quien durante una clase me aventó un papelito preguntándome si podía prestarle una goma. Yo me sentí tan nervioso, que sólo se me ocurrió levantarme y aventársela. Recuerdo el momento en cámara lenta, cuando recuerdo me imagino tomando impulso con el brazo y puedo ver sus ojos, abiertos y enormes como platos mirando mi estupidez, levantó las manos como ratita asustada y en vez de darme el perfil, me dio la espalda completa. Pero había acertado, le había dado justo en la mejilla, escuchaba al profesor gritarme que cómo podía ser yo tan animal. La goma se quedó pegada a su cachete. Ese es mi recuerdo más angustiante.

Fest y el lobo no dejaban de carcajearse.

–¿Y diste las gracias? –preguntó Fest con la mera intención de molestar.

–Doy las gracias por sentirme enamorado, doy las gracias porque ahora escuchar a un hombre barriendo me recordará esas mañanas frías dónde nos sentábamos a platicar poquito y doy las gracias por haber acertado en el blanco, porque quiere decir que mi brazo acertará en el blanco en el mejor momento –dijo Torres muy en serio y tiernamente se persignó para reforzar su agradecimiento.

–Hiciste bien chamaco –dijo el lobo, aún entre carcajadas–. Estas muy pronto a enamorarte.

Volvieron a guardar silencio. El estacionamiento parecía terminarse y dar paso a una calle transitada, dónde coches tocaban sus bocinas y se encontraban parados desde hacía quien sabe cuantas horas.

–Me agradan porque no tienen memoria –dijo el lobo–, sus recuerdos son tan limitados para un lobo que lleva milenios… si me preguntan de mis recuerdos, sólo puedo decir que me encontraba encadenado ahí, en ese lugar gris. Que escuché la furia del diablo, corriendo por todo el país, cuando unos jóvenes idealistas se unieron y marcharon juntos por la calle de su ciudad y será que el diablo le lavó el coco a los gobernantes y a los militares, será que el diablo obligó a que un cabo jalara el gatillo, cuando un estudiante temeroso y con los pantalones manchados de orines, arrodillado frente a él, le rogaba que no lo matara. Cristo no se metió, porque Cristo es demasiado perfecto para esta sociedad, pero Quetzalcóatl, con esa furia prehispánica, ayudó a que sus hijos corrieran, se escondieran todos por dónde hubiera un lugar en la plaza de las Tres Culturas. Una serpiente emplumada voló furiosa, gritando, clamando, sobre Tlatelolco. Será que Quetzalcóatl sabía que si su tierra se quedaba sin estudiantes, sin futuros médicos, economistas y filósofos, terminaría por hundirse en el dominio del diablo. Porque Diablo y la Santísima Trinidad son como dos extremos, uno no puede funcionar sin el otro. Los otros dioses somos prácticos, aceptamos que nuestro enemigo siempre sea un pícaro travieso. Pero Cristo, vaya… ese cabrón se escogió uno que personificara toda la maldad del mundo. Corrieron los estudiantes, no todos pudieron escapar, pero corrieron los estudiantes. No esperaban que el mismo ejército, con sus guantes blancos, alzarían sus armas contra ellos. No esperaban que las Olimpiadas, el máximo exponente de la unión entre países, requería un sitio dónde sus jóvenes estuvieran a gusto y no marcharan con pancartas, hablando de una inestabilidad nacional. Hoy permanece como una sombra, como un temor constante entre los chavos… la noción de saber que un sólo hombre, sin temor de Dios, pueda dar una orden para acabar con sus vidas y también, curioso, es como su fuerza creadora, su fuerza impulsora, es la fuerza que los mueve, que los obliga, que les abre la boca para gritar.

Torres y Fest guardaron silencio, llegaron a la avenida y no supieron que más hacer ahí. Fest se recargó en un poste de luz, miró que en su cajetilla le restaban tres cigarros, suspiró medio molesto, sacó uno y lo prendió. Cuando le hablaban del 68 no sabía como reaccionar. Torres, sin embargo, acarició la cabeza del lobo como si él hubiera sido el afectado.

–¿Es cierto que Quetzalcoátl estuvo ahí? –preguntó Fest, finalmente.

–Sí.

–Los tenga Él en su Santa Gloria –dijo Torres.

Asintió. Luego pensó que de haber tenido galletas no se hubiera quejado tanto.

Fest miró la fila interminable de coches que esperaban el siga sobre la avenida, un desfile multicolor extendiéndose a lo largo de la avenida. Pensó si era mejor tomar transporte público o caminar, a ver dónde llegaban para buscar la florería y los geranios. Recordó sus extensas caminatas por la Narvarte, cuando solía trabajar, esas caminatas le ayudaban a despejar su mente, a sentirse más tranquilo, sobre todo cuándo el ritmo de trabajo era muy intenso (por los tiempos, porque todo urgía, porque no había parado de capturar videos, con gente haciendo babosadas). Cuando vivía solo pensó que lo mejor era tener a alguien a quien cuidar, alguien que dependiera de él, para no sentir que debía rendirse o que debía dejarlo. Una de esas caminatas, después de comer, lo llevó al mercado que se ponía los jueves sobre Cumbres de Maltrata. Caminó sintiéndose desobligado entre los puestitos de comida y DVD’s piratas, entre los que vendían canastas y los que vendían barro, entre los que vendían juguetes chinos y los que vendían tarjetas de Magic. Terminó al final del mercado, donde un hombre vendía libros de segunda mano y frente a él, una señora vendía flores. Se quedó un rato mirando los títulos, muchos le interesaban, pero no tenía dinero. Le interesaba, por ejemplo, leer por fin las 20,000 leguas de viaje submarino de Verne, o bien, le interesaba algo de historia nacional, porque hacía mucho que no tomaba un libro de esos. Se dio la vuelta un poco triste y fue cuando lo miró por el rabillo del ojo: un cacto amarillento, con florecitas artificiales en su cabeza. Se le quedó mirando un rato y pensó: Él es Bob, el cacto.

–Bob, el cacto –susurró, los otros dos se le quedaron mirando. De su cabeza, un humo negro que tomaba las formas de ocho demonios distintos, empezó a escapar. Los demonios se empujaban unos a otros, se pisaban, se arrebataban el espacio y el aire libre. Su truco había sido descubierto y si no lograban correr, entonces habrían de sellarse en alguna parte de Fest y no podrían detener su búsqueda. Los ocho demonios salieron y huyeron, escapando en cada una de las direcciones de los puntos cardinales (y sus mitades).

–Ah, el recuerdo… –dijo el lobo sonriendo siniestramente.

–Ya sé porque estamos aquí… ahora lo recuerdo todo.