Las palabras pierden sentido, mutan, transforman su significado. O quien cambia soy yo y cambio el contexto de mis palabras. Aún me sorprende el hecho de quien era y cómo escribía, a quien soy y como escribo en el presente. Si trato de definir una y otra etapa, me veo frenado por educación. No es correcto ya definir las etapas y darles nombre, porque es encerrar una cosa, quitarle el encanto, robarle todas las posibles transformaciones y mutaciones. Eso, no sólo aplica para el ejercicio egoísta de mi relectura en el árbol de los mil nombres, sino para la vida en general…

Prefiero una encantadora suposición del círculo perfecto (cuyas impurezas se esconden a niveles microscópicos). ¿Qué tal un acueducto circular cuya agua golpea contra las piedras para encontrar la pureza? Viene una frase necesaria, obligatoria diría–. Es que somos ciclos. La inevitabilidad y resignación con la que aceptamos la repetición de nuestro comportamiento me parece fatídica.

Patrones. Una de las ideas constantes en mi cabeza, es que estamos definidos por patrones… rutinas, dirían vulgarmente unos, para no darle un nombre tan feo e inevitable. Prefiero llamarles patrones, una serie de actos que debemos repetir para reafirmarnos. Hay patrones cuya prioridad se alza sobre otros, hay patrones que conflictúan con otros… es entonces, cuando nace la ilusión de un libre albedrío y decisión. Se nos presenta la posibilidad de darle prioridad a un patrón, antes que a otro. Cuando un conjunto choca con otro, nace uno nuevo y es preciso darle otro nombre. ¿Una nueva formula? ¿O saltar entre una y otra, para regresar a la estabilidad? Nada asegura que vuelvan a chocar, nada.