Mi mamá dijo antes de morir, que por mi bienestar, debo terminar todo lo que empiezo. Fue muy apropiado de su parte para nuestro momento, ella en su lecho de muerte y yo cogiéndole las manos. Ella empezó vida cuando parió lo que soy y la terminó con el mejor consejo que pudo darme. Probablemente, y no porque deseé desvirtuar el momento, sino por ser realista, ella escogió la mejor frase que pudo. Alguna que habrá recordado de tantas películas hallmark que miraba antes de terminar su vida. Supongo que era su mayor aspiración, el llegar al momento donde pudiera decirme algo de valor verdadero. Cuando no tienes aspiraciones, recurres a lo primero que se te ocurre para continuar sobreviviendo y darle un propósito a la vida. Parece, ¿o acaso siempre lo ha sido? que cada vez es más importante encontrar un destino resultado de tus acciones. ¿Qué importa? Si de todas maneras, aún cuando no quieres, continúas moviendo las bisagras, una maquinaria que da la falsa impresión de ser universal y atenta contra todo lo que haces y eres. No tiene sentido trazar un destino, si de todas maneras será cumplido. Ya no importa.

Mi destino, en este caso, y tal como lo dijo Borneos, fue empujarlo a su amor. Así pasa cuando sucede. Me asomo a la ventana, y los dos se ven felices, radiantes, imbéciles, ruborizados. Se ven, pues… enamorados. Se toman de las manos y juegan como niños a la Rayuela, pero el amor no les durará tanto tiempo, no lo creo… porque eso pasa con el amor, que igual envejece tan pronto como nace. Es una explosión que, al igual que un ser humano con propósito, tan pronto cumple su destino muere, aunque no lo quiera. Soy un enfermo de amor. Lo sé todo de él. ¿No es así? ¿No inconscientemente ayudé a que se unieran y rieran como estúpidos? Prendo un cigarro, me recargo contra la ventana, y puedo admirarlos. Seguramente ella se lo llevará a tomar un café, como hizo conmigo en innumerables ocasiones, y platicarán trivialidades… ella hablará, y hablará, torpe e indiscreta como es. Él sencillamente escuchará, sin tener el celular en la oreja. No habrá perro que les muerda mientras concurren a sus ritos de amor e iniciación, porque yo estaré mirándolos desde la ventana, con el cigarrito prendido, soplándoles el humo para que se mueran más rápido y no escuchen como mi corazón cruje.

¿Y si ella no lo quiere como él a ella? Cuántas veces nos pasa en la vida, que nos sentimos enamorados y desde los ojos hasta los pies, nos dejamos ir por una persona. Nos enseñan tanto que el amor es sólo para uno, que sólo hasta que nos hacemos viejitos, y nos enamoramos tantas veces, nos damos cuenta que no tenemos amor sólo para uno, sino para quien necesitemos o nos necesite. El amor no se educa como el sexo, que puede consentirse incluso con la mano. ¿El amor se educa? ¿Es cierto que puedo atravesar los límites de una pasión, y sentirme enamorado por despertar, por tomar café, por tener un amigo como Borneos, y un amor fallido como Matilda? ¿Es cierto que podría olvidarla, dejar que se vaya con él, que le invite los cafés, que le pare el culo contra su mesita y le sonría, le sonría a él y no a mí? Ding dong, ding dong, son las cosas del amor. Si me duele nomás de verlos como idiotas… el simple hecho de pensar en otro tipo de unión, como entrelazan los deditos y las piernas, me hace pedazos aquella parte sensible que negaba.

Amaba a Matilde. No lo sabía, pero la amaba. Lo negaba pero la amaba. ¿Acaso por que la amaba, hice todo para que se alejara de mí, sabiendo que no era lo mejor para ella?

Avanzan despacio, se abrazan y empiezan un largo camino. Mis ojos guardan sus pasos, mientras ellos recorren lentamente la cuadra. Un viento suave permite que caigan las hojas, mi cigarro ya esta consumido, olvidé fumar más de la mitad. Si quería a Matilde, era porque quería vivir. Alzo mi mano, me despido de ellos. –Ni pedo –suspiro–, ahí será para la otra. Moqueé un poco, prendí un cigarro, y este sí me lo fumé. A través del humo, que lentos eran, seguí guardando sus pasos. Volteé a mi derecha, encontré cinta adhesiva. Apagué mi cigarro, recogí la cinta y sintiéndome una especie de héroe beisbolista, lancé mi brazo atrás y lo empujé con todo. Sonriendo, miré como voló directo al objetivo: la cabeza de Borneos. Dí la media vuelta con mi triunfo espiritual, escuché sus quejidos desde la ventana y solté una enorme carcajada. Mi editor me tendrá que perdonar esta última falta, pero se lo merecía el par de mamones.