Permítanme contar la historia del hombre que se despedía de nadie en los camiones. Si fuera dibujante, la ilustraría con un hombre mirando por la ventana del autobús, despidiéndose. Era de noche, había unas cuantas personas alzando los brazos, como ondeando una bandera, para despedirse de sus seres queridos, y él hacía lo mismo, al otro lado del espejo, igual que los demás, aunque nadie estuviera para mirar el inicio de su largo camino. El hombre, enamorado de una mujer que vivía en otro estado, solía viajar mucho los fines de semana para verla… pero nada más para verla, porque no la conocía, ni siquiera sabía su nombre y no estaba seguro si la encontraría. Por los numerosos viajes que hacía este hombre, en su trabajo y sus familiares, le preguntaron si estaba enamorado y él, como una flor en primavera, se ruborizaba y respondía que sí. ¿Los cerezos florecen en invierno? Porque el amor es un deleite, pensaba el hombre, cuando te esperan al final de un largo viaje. Sin embargo, cuando las preguntas continuaban, y se acumulaban, y el aire se convertía en un mar de preguntas sobre preguntas, él tuvo que inventar un nombre, una relación de cuatro años, tuvo que inventar su rostro y su cabello, el aroma de su sexo, el color de sus calzones y eligió dos marcas de ropa interior, una para todos los días y otro para encenderlo. Inventó una casa y a su mascota, un perro enfermito del hígado, pero tiernísimo el cabrón… tiernísimo. Ha dicho, incluso, que llorará cuando muera su perro.

Ese hombre estaba loco, tal vez… como enfermito de amor.

Sus amigos y sus familiares le dijeron que deseaban conocerla porque se asombraban, se enternecían y se burlaban de como cambiaba el hombre cuando hablaba de esa mujer. Él daba largas, despreocupadamente, porque enfermo de amor lo conocía muy bien. O eso creía. Decía que no era necesario demostrar ninguna de sus experiencias (que había inventado), no sólo porque el amor sea la ficción más grande, la ficción definitiva, el cristal que cambia las perspectivas de hombres y mujeres, y termina por forjar su carácter… era por eso, precisamente, que cuando se subía al camión, después de dar vueltas sin rumbo fijo en una ciudad desconocida, él alzaba la mano y se despedía de ella. La mujer que no existía, tomaba forma en ese momento. Sus dedos se enchuecaban como los de un artrítico y lágrimas le salían por el rostro. Otros pasajeros, se habrán preguntado, ¿de quién se despide ese hombre, que su corazón esta hecho un mar de tristeza? ¿A quién le dice adiós, que nuestro corazón se rompe como el suyo? Acongojados por el ritmo del motor y el suave movimiento del camión que apenas esta arrancando, se ensimismaban y se ocupaban de sus propias vidas, mientras el hombre se despedía de nadie.

Si esa fuera mi propia historia, pensaría que soy un pendejo y que la mentira se salió de mis manos. Propio para un loco, como Caifás, bueno… yo. Pero las mentiras se perdonan cuando son bellas y el día que le metí la puntita a Matilda, pensé que ya no tendría que despedirme en los camiones de ninguna, de nadie. Que había conseguido mi redención por la mentira y que pronto, tendría una novia normal, a pesar de que todo fue por joder a Borneos. Estaba dándole fin a una larga mentira, a una bella mentira. Mi editor estará pensando que usarme de personaje de ficción de mis propias historias es poco ventajoso porque uno acaba… pues, mintiendo más o deshilachando la verdad. Eso nunca queda claro, por eso entiendo que la gente odie leer libros.

Cuando Borneos dejó el celular sobre la mesa, me sonrió y me dijo–. Te gané –Me dí cuenta que yo era la mentira, pero me hice pendejo, para no variarle.

–¿Qué?

–Creo, mi querido Agustín, que nunca has entendido una cosa… que te sigo escuchando, aún cuando no tenga este aparatito en las manos.

–¿Y qué?

–Tienes el mal hábito de hablar solo.

–Espera, espera… no hablo solo.

–Menuda combinación, ¿eh? Uno que no desea escuchar siempre y cuando no tenga el teléfono en las manos, y el otro que habla y habla pero no quiere que nadie le escuche. Estábamos, diría, predestinados a llegar a este punto… uno donde tu hablaras y yo quisiera escucharte. Eso fue lo que pasó. Viniste un día y empezaste a hablar, y hablar, hablar de tus cosas, y aún cuando te enseñaba que sin el teléfono lo que decías me parecía ruido, tu continuabas. Quise no prestar atención a tu ruido pero nunca supe que es tan fácil no escuchar como empezar a hacerlo. Al darme cuenta que podía prestarte atención, aún sin el teléfono en las manos y que podía distinguir palabras en tu ruido, dejé que sucediera naturalmente, aprender lo que decías, prestar atención a mi entorno mientras hablabas…

–Eres un mamón Borneos, yo no hablo solo y estas diciendo puras mamadas.

–Así supe que te gustaba escribir, y que tu segundo nombre es Caifás. También supe que eres un bastardo y que hace poco te quedaste huérfano. Supe tanto de tus anhelos, que te despedías de nadie cuando tomabas el camión, y también, sentí que eras mi amigo cuando hablaste de nuestra rivalidad por Matilda y que querías ganar esa apuesta. Cuan pronto lo supe, quise hacer algo para detenerte. No podía permitir que tu simple aburrimiento detuviera mis ganas de tener a la mujer de ojos hermosos, de tela sobre tela, a esa mujer despistada cuyo fantasma del perro la detiene… pero somos amigos, tú lo dijiste, estabas en lo tuyo y lo dijiste: somos amigos y aunque me interesaría poseer a esa mujer, no puedo hacerlo. Decidí no hacer nada porque intuí que tú solo, harías lo que necesitara por mí.

Me quedé callado, mirándolo.

–Te la cogiste… bueno, la puntita nada más. Me enteré al día siguiente, estabas hablando y hablando, como un lunático. Me alegré cuando dijiste que te mordió el perro, y que tiraste el condón y dejaste su departamento en un apuro. ¿Sabes por qué me alegré, amigo mío? Porque sabía que Matilda no estaría lista para recibirme a no ser que ella lo dijera todo y pudiera negarte. Tú eras la piedrita en su zapato, eras el tipo en el que no podía dejar de pensar. Te negó y yo al final, gané. ¿Creíste que sería como uno de esos machos? ¿Qué te retaría a un duelo por la dignidad de la mujer? Te equivocas. Ella tenía que estrellarse y tú también, para que al fin la dejaras en paz. No quisiera decírtelo así, amigo mío, pero cada quien ha recibido lo que merece… cada quien sus mujeres ficticias o reales. ¿Crees que esta es buena hora para hablarle y decirle que nos tomemos un café? ¿Que gracias a tí, ya puedo hablar con ella y decirle todas las palabras que le negué? Puede que me digas que no, pero eventualmente, cuando te encuentres solo y te despidas de nadie en la ventana, me empujarás a ella, y yo seré muy feliz, y tú seguirás viviendo la mentira que has fabricado a través de los años. Pero no me mires así, yo creo que todos los hombres y mujeres de este mundo estamos enfermos, estamos solos y necesitamos alguien que nos rescate. No me mires así, yo conseguí lo que necesitaba y tú no, eso es la vida. No me mires así… como tu amigo, si alguna vez te veo alrededor del amor, uno real y vibrante, uno veraz, prometo empujarte como lo hiciste tú y no te quedarás solo, y no mirarás a través de las ventanas, y las chicas de los camiones no te mirarán entristecidas y acongojadas, porque no existe nadie para tí.

Me levanté, lo mandé a la verga, y me fui a mi casa a dormir.