Los lunes tenemos un pequeño rito, dónde yo me levanto más temprano de lo usual y ella ya está bañada. Ese momento lo tomo para admirarle mientras se enreda en las toallas, o se pone la ropa interior, o se viste de manera muy formal. Me gusta el corte de sus pantalones, porque las nalgas redondean bonito y dejan caer suavemente la tela. Hago caras, como si no quisiera levantarme, pero la única verdad es que saboreo el breve momento antes de vestirme y arreglarlo todo para irme. A veces los lunes son crueles. Huelo su jabón a un metro, admiro el brillo de su cabello y su paciencia para maquillarse. Me tomo mi tiempo, porque es lo que me llevaré una o dos semanas, antes de volverle a ver.

Ella a veces me mira. Si yo hago caras, pretendiendo mis deseos de dormir un poco más, ella esconde las suyas, pretendiendo que es una dama muy formal. Se mira atentamente al espejo y si me cacha, como siempre lo hace, sencillamente me pregunta “¿Qué?” y se inventa una mirada desconcertada. En ocasiones me pregunto si de verdad no sabe lo mucho que saboreo el momento, y lo tanto que voy a extrañarle. En ocasiones me pregunto si sólo se hace la loca, igual que yo. “Nada”, respondo. “Te ves guapa”, respondo. “Tengo mucho sueño”, respondo. Pero todas quieren decir: “Ya te extraño, no quisiera irme de tu lado”. Hacemos lo nuestro, cada uno por su lado. Ella seguirá con el maquillaje, o preguntando que color le va mejor. Yo recogeré las playeras, revisaré que mi pocket pc esté en su lugar o entraré al baño cansino, rascándome la espalda o la baja espalda.

Cuando los dos nos animamos a platicar, es unos momentos antes del desayuno, después que ya nos hayamos lavado las manos o las caras, y estemos abandonando las habitaciones. Ella prende la tele, yo pregunto si quiere desayunar, ella responde que no, yo pregunto si esta segura, ella me asegura que no desea desayunar, yo le pregunto si quiere huevos con jamón, esta bien dice finalmente y su cara de niña regañada y hambrienta. Si no pasa así, entonces me empuja y me pregunta que deseo desayunar. En ese caso le diré que huevos con jamón, o huevos con tocino. Bajo y hago el desayuno, mientras ella hace café en la cafetera y prende la televisión, en algún canal de noticias.

Hablaremos, después, de las noticias que vemos. Ella, ya bien puesto el traje de ejecutiva y yo, bien puesto el traje de alguien renuente a despertar. Si hablo de mi sueño, ella habla de como lo esconde. Si hablamos de las noticias, ella inventa algún cuento maravilloso y abusa de los contextos. Si yo hablo de las noticias, termino preguntándole a ella si tengo o no razón. No porque sea importante si la tengo o no, simplemente porque me gusta escucharla y vivo tanto tiempo en silencio a lo largo del día, que siento a veces la imperiosa necesidad de decir estupideces para que no me crean sabio.

“Es que no me cuentas nada”, a veces pensará. Antes que lo diga, apresurándome para evitarme la incomodidad, busco comerciales en la televisión y anécdotas curiosas de las caras que ya conozco. Recito los nombres de los modelos como si fueran una protección. O, si me toca la suerte, le señalo y le comento: “Ese yo lo hice”, y sonrío medio orgulloso, aunque sé de antemano que el comercial es una mierda. No soy del todo honesto, porque si me pregunta “¿Y te gustó cómo quedó?”, respondo: “Más o menos, estuvo mejor el casting”. Es demasiado temprano para musitar malas palabras. Muy adentro, lo que de verdad quisiera decir, es: “Se siente bien estar aquí”.

Alzamos los platos y lavo algunos. A veces todos. Por lo general, ella saca su botecito de basura con ruedas y nos preparamos para irnos, cada uno con sus respectivas mochilas. Saco mis cigarrillos en los pasos que toma ir de la puerta al coche, me lo pongo en los labios, bajo la ventana y lo prendo. Ella hace magia con el coche, porque yo no sé manejar, y después de rezar algunos cantos, echa a andar. Los primeros dos o tres minutos, tal vez diez, guardamos silencio si no tuvimos una plática para continuar. Me pide de mi cigarro, y no soy para decirle que temprano hace daño. Es cierto que no quiero parecer sabio, pero tampoco quiero parecer un completo idiota.

Mi mano baja a su muslo y le aprieta un poco, después toma su mano y entrelazamos los dedos. No sé de que charlamos esas mañanas. “Te extraño”, quiero decir. “No quisiera irme”, quiero decir. “No pasará mucho tiempo”, quisiera decir. A veces, entre más cerca estoy de mi destino lo digo. Un impulso, ya tatuado en alguna medula valiente. Nos besamos cuando llegamos al final del camino, porque durante el camino ella hace sus ritos para hacer andar el coche y yo hago los míos para terminarme el cigarro. En palabras de algún alburero: ella maneja la palanca, yo chupo el pitillo. Si los coches se manejaran solos en el camino, tal vez nuestro beso de despedida duraría dos cuartos del trayecto, o lo que es lo mismo, la mitad.

Al bajar del coche, puedo o no puedo mirar atrás. Depende como me sienta, depende de la hora o la cantidad de gente. Depende si nos despertamos a mitad de la noche para hacer el amor, lo cual pasa muy raras veces. O depende si nos despertamos temprano para acariciarnos un poco. Si el beso de despedida es largo, o si tenemos pendientes mutuos que arreglar para nuestro bienestar y contento. Una vez me fui enojado, y ese enojo se me hizo estúpido cada semáforo, que después ya no supe decirle perdón. No volveré a hacerlo. Nunca dejes a una mujer enojado cuando sabes que no dormirás con ella el día siguiente, o el siguiente del siguiente. Duele demasiado y todo lo bonito que no dijiste, lo dices a nadie y se va mientras buscas las palabras para pedir perdón.