Mi perro se ofende cuando niego subirlo a mi regazo. Se comporta como un gato, o quisiera serlo. Si le rascas el culo, mueve la cadera extático y gruñe como si estuviera a punto del orgasmo. Si niegas el regazo que hace favor de pedirte, se va a la puerta y la rasca un poco, pidiendo que lo deje ir. Lo miro, me mira, nos castigamos mutuamente en silencio. Abro la puerta, ¡qué se vaya!, pienso. Mi perro sale, y echa una última mirada atrás, ¡qué se joda! Necesito cariño. Mi perro ofendido abandona la habitación, y ya no pide que lo suba a mi regazo. En unas horas se le olvidará, rascará la puerta y querrá entrar de nuevo. Subirá a la cama que esta a mi derecha, se acomodará en la almohada y soñará con diez mil french minitoy vírgenes dispuestas a complacerlo a él, nada más a él. Y ya.

El frío poblano es intenso. El frío chilango es una ilusión, comparado a esto. Mis caminatas son con chamarra y ipod, para olvidar el frío. Casi al terminar, paso a un OXXO a comprar un café. A veces lo hago a la mitad. Mientras camino, escucho algún podcast o una lista de reproducción. Ahora que estoy en Puebla, estoy aprendiendo a vivir con el ipod. Es útil para los camiones, para salir a caminar, para ponerlo en el coche y alegrarnos un poco en los veinte minutos de recorrido de un lugar a otro. El fin de semana pasado, cuando visité a viejos amigos, uno de ellos me preguntó:

–¿Y ya te acostumbraste?

–Sí… es bonito vivir en otro lado.

Mi mujer habló de las fotos de cielos. Está sorprendido, dijo, de que siempre se vea el cielo. Cuando entramos a la ciudad se dio cuenta del smog, dijo mi mujer. Era cierto. El cielo me ha cautivado. Me ha atrapado con un azul vehemente. He llegado a pensar que incluso ya afectó algo espiritual, algo psíquico, en mi interior. El frío poblano es intenso. He aprendido a caminar con él.

He estado viviendo con una perra negra. Le llaman Tomasa, la negra Tomasa. Se la pasa moviendo el rabo. Piensa que la vida es un juego. A fuerza de manotazos ya le enseñé que no quiero que rasque las puertas. Educar un perro a manotazos. ¿Me pregunto si haré lo mismo con un hijo o una hija? Pienso en ello… y me daría tristeza ponerle la mano encima a alguien que todavía no ha nacido. Estoy leyendo “Muerte de Tinta” de Cornelia Funke. El padre ha educado a su hija a que los libros, su olor, su textura, sus palabras, sirven para todo tipo de situaciones y calmar cualquier sentimiento. He pensado que eso es cruel. No todas las respuestas están en un libro. Se la pasa moviendo el rabo. Terminé la obra de Bernard Shaw que estaba leyendo. Si tengo suerte, jamás olvidaré al padre Keegan. Al loco. El padre Keegan estaba loco. Vivo con una perra negra. El libro es un placebo. Ahora el perro esta ladrando… quiere pasar. Nos educamos mutuamente.

Lo miro, me mira, nos castigamos mutuamente en silencio. Esta repetición de oraciones tiene un motivo. Todavía no comprendo cual. ¿Acaso debemos comprenderlo todo? “Intrínsecamente”… esa palabra no me gusta. “Intrínseco”. Se atora en la garganta, en los labios, en la lengua. Es una palabra que no fluye, a pesar del significado. No me gusta cuando las palabras no fluyen. Me gustaría que las palabras fueran río, siempre río… humedad que corre y escurre sobre todas las cosas. También es cruel, como enseñarle a un niño que los libros lo pueden ser todo. Si tuviera un hijo, sería cruel como todos los humanos lo somos, y leería cada noche un pedazo de los libros que estoy leyendo en voz alta, para acostumbrarlo al sonido de mi voz, a las palabras hirientes, a las palabras húmedas, ese caudal de palabras interminables e intrínsecas, en el corazón del hombre.