Lluvia. En mi memoria deficiente son años que no escucho una lluvia durante tanto tiempo. Doce horas de gotas cayendo, y golpeteando, los techos. Es lluvia suavecita, de esa que no molesta, pero constante. En ocasiones suelta más fuerte. Hace unos días hubo una tormenta eléctrica. ¿Cómo modifica la lluvia nuestras vidas, nuestro humor? ¿Será hora de hacer un café (de Nescafé) y mirar por la ventana, mientras imaginamos que poseemos una chimenea y que leeremos los libros del mundo? ¿Será hora de imaginar que tenemos una alfombra, o un cobertor, de metros interminables para escondernos bajo él e invitar a nuestro amado? ¿Y si se va la luz, y tenemos cientos de niños a nuestro alrededor (porque uno sólo vale por un ciento), es hora de contarle los cuentos de las brujas y las hadas, de lobos y cazadores, de niños ingenuos y cabezas que ruedan? ¿Las putitas (que no son tan putitas) de Playboy, estarán sonrientes, abrazando a sus perros de miradas tristes? ¿El hombre triste, de sombrero de fieltro, recarga su espalda cansado en el poste y enciende un cigarro y convierte la lluvia, una metáfora de su pasado? ¿O será que Kayla, tiene su ipod, escucha música y se ríe en voz alta, con sus pensamientos encerrados, sentada en una banca, y su impermeable, se carcajea y un cacto la mira curioso, como se ríe de que las gotas de lluvia le caen encima y golpetean el techo de su cabeza, y ella piensa cómo va a cambiar el universo esta vez? Kayla siempre ha estado sola, pero no le importa no tener con quien jugar.