Estuve una semana en la Ciudad de México y esta vez me sentí distinto. Me sentí, por primera vez, un visitante. Todos los días tomé camión, metro y metrobús. Evité los taxis lo mejor que pude. Procuré no utilizar audífonos para escuchar a la gente, husmear sus conversaciones y apropiarme de sus diálogos. Un buen oído es importante. Usé las piernas para caminar y regresarme un poco de la ciudad que fue mía. Haciéndolo así, descubrí que “me faltó tiempo”. Esa frase que solemos usar cuando estamos de turistas en un lugar que nos agrada. Conocí gente, compartí con los amigos y me faltaron tantos rostros, tantos nombres, tantas conversaciones. Ahora sí, como siempre. Una de sus noches, caminé mirando atrás, buscando asesinos y asaltantes. Temí cuando me subí a uno de sus taxis, y el taxista volteaba a mirarme constantemente. El miedo es un fragmento de la ciudad y uno de mis últimos recuerdos en ella. Fumé con mis ex-compañeros de trabajo, me reí con ellos y hablamos como cuervos a escondidas de un escritor. Extrañé esa etapa de mi vida, mi segunda familia. Tomé una malteada con Ariadna y hablamos de aquella otra etapa, los estudiantes de literatura inglesas y sus necedades. Así supe lo que había sucedido con nombres que solamente son una etiqueta de Facebook para mi. Me tomé un café con Salma, Arianna y con Geraldine. Otra noche tomé mezcal con una lista de agraciadas personalidades. El primer día pensaba que había sido estúpido por olvidar un libro, y… no lo necesité. Así no me perdí el río de estudiantes en la secundaria de Avenida Coyoacán, la cantidad de gente que sale después de un partido del Cruz Azul, el eterno tráfico en los ejes, viaducto e insurgentes, el manual para comprar una tarjeta de metrobús, todos los rayones en todos los anuncios, los pasos invisibles de mi abuela en la Narvarte, en la Unidad, en el Distrito Federal. Dormí durante todo el regreso, soñando todavía con aquellas noches, que me parecieron –a su modo– inolvidables.