Una de estas noches, sentí un poco de melancolía y voluntariamente se humedecieron mis ojos. No me solté a llorar, sólo humedecieron. Cuando quiero recordar las cosas buenas de mi abuela, sólo tengo una. Un momento muy particular y específico: Ella, con una silla a un lado de la ventana, permitiendo que la luz del sol iluminara su periódico, sus lentes cuadrados y la expresión seria que nos heredó a mí y a los míos. El recuerdo, entonces, me lleva a las experiencias sensoriales: sus manos rugosas que pocas veces acariciaban con cariño, sus ojos inexpresivos, su carcajada explosiva. Su periódico me lleva a otros recuerdos: cuando me enseñó a leer mucho antes (años antes) de entrar a una escuela. Escogía las letras grandes y me preguntaba como se llamaban. Luego me enseñaba la pronunciación, las sílabas, las palabras enteras. Tantas horas pasamos con un periódico en las manos buscando esas letras y sus figuras, que ahora entiendo porque las escribo tanto. Su mirada inexpresiva me lleva a la insistencia de que debía aprender a jugar ajedrez, como mi madre. Pienso que ella deseaba que fuera un campeón olímpico para que tuviera la oportunidad de viajar. Ella me enseñaba los movimientos de los caballos, de los alfiles, de las torres. Yo le enseñé como se movían los peones. Aprendí para explicarle. “Esto es un peón en passant, abuela”. Junto con el periódico, pasamos horas con un ajedrez de madera y un tablero de plástico. Tantas horas desperdiciadas, abuela, lo lamento tanto… ni escribo bien, ni he viajado por el mundo. Ella levanta su vista, mira con sus ojos inexpresivos, deja el periódico a un lado. Me gustaría que hoy fuera domingo, que fuéramos al viejo mercado a vender zapatos, que jugáramos ajedrez y leyéramos juntos el periódico. Tal vez esta vez lo haga un poco mejor. Tal vez.