Me dijeron que existía una vieja tan vieja como la misma muerte. Me ha costado dinero y trabajo conseguir la información, pero llegué aquí. Vive en una casona de Cholula. La he visto, he fotografiado su casa, he anotado todo en mi diario de actividades. Si leyeran ese diario, no se vería más que un: “De siete a siete, este lunes, no pasó nada, mas que luces que se prendían y apagaban en horarios aparentemente arbitrarios”. Le pregunté a los locales y me dijeron:

–No Señor, yo de brujas no sé nada –y se alejaban de mí.

Otro local tuvo la delicadeza de darme más información:

–Esa vieja puta y ciega es el diablo, no se le acerque o sufrirá –asentí lentamente, mientras anotaba y subrayaba “CIEGA” en mi libreta. Luego anoté “sufrirá” y puse una carita feliz, creo que por costumbre.

Obviamente, la gente no es capaz de reconocer al diablo cuando lo tiene enfrente. ¿Por qué la estoy buscando? Bueno, este es uno de esos trabajos que me anoté por el placer de hacerlo y cuando termine, probablemente regresaré al tedio de aceptar los millones de pesos por matar. Me ha costado trabajo acoplarme, si no es por el viejo que vive enfrente y fue alumno de Gorostiza, probablemente ya habría puesto explosivos en toda la calle y apretado un botón, sólo para tener algo que hacer. Ojalá me saliera una chambita, pero… aparentemente, Cholula no conoce escándalos que culminen en el asesinato y además, si así fuera, no creo que la gente pague aquí, no mi cuota al menos. El peor día de todos los tedios, tomé la firme decisión de entrar de madrugada a la casa de la vieja.

Si era cierto que era ciega, y era vieja, sus orejas no servirían de mucho. No por eso voy a disminuí precauciones, soy un profesional y aunque en esta primer incursión no buscaba matar, debía tener cuidado y estar preparado para hacerlo si la oportunidad se daba. Llevé mis tenis y un revolver. Por si corría o mataba. Después de todo, había escuchado tantas cosas de la vieja que cualquier falta de protección (sea huida, sea matanza) sería una pendejada. Tres de la mañana, entré por una de las ventanas. No había nada en la casa, ni siquiera muebles. Olía a viejo, a cabello viejo y cera desgastada. Había una luz prendida en una de las habitaciones. Caminé suavemente, la madera también vieja, que parecía romperse en cualquier momento.

–Pase, deje de hacerse pendejo –escuché una voz, vieja y desgastada, rasposa.

Anda viejita, pensé, lo único que me faltaba. Saqué el revolver, caminé a la habitación prendida y entré. La vieja morena de tantos kilos de grasas y trenzas, estaba sentada en una silla que, ya bien acostumbrada a ella, no se quejaba. La vieja sonrió.

–Deje el revolver, no nos vamos a matar. ¿Es usted un cliente?

–Tal vez –respondí–. Escuché tanto de ti, que me dio curiosidad verte y me pregunté si era posible matarte.

La vieja se rió.

–¿Tiene cigarros? –preguntó la vieja y le ofrecí uno.

Ella juntó los dedos y tronándolos, encendió una llama.

–Usted no tiene cara de buscar la inmortalidad.

–No –respondí–, si me muero no me importa, por eso soy tan bueno en lo que hago –alcé mi revolver y apunté a la vieja–. Matar lo que no se puede matar. Ese, para mí, sería un gran trofeo.

–Empiece pues –retó la vieja.

Permití que fumara su cigarrillo en silencio, que tal si de verdad esta era su última voluntad.