Llegue a Chilangoland dormido, con los Beatles en la cabeza. Los escucho más últimamente por el pasado. Asocio a los Beatles con mi infancia (¿quién no?) y con mi vida en la ciudad de México. Desde las pequeñas escapadas cuando me cuidaba mi abuela, hasta los primeros signos de independencia cuando salía con mis amigos. Largas caminatas descubriendo calles o buscando algún lugar, perdiéndome… de verdad perdiéndome, porque no existe alguien más distraído que yo a la hora de dar los pasos. Sé que en algún momento era a propósito y después se volvió costumbre. “Voy a caminar y no me importa a dónde”, fue la primera instrucción consciente de mi cerebro, a quien sabe que edad, y de tanto memorizármela mi cuerpo ya la asimiló. Precisamente, desperté con “Hello Goodbye”. Es buena canción. Tu dices hola, y te dicen adiós. Te dicen detente, y tu respondes: Va, va, va. “Hello Goodbye” puede ser un viaje breve a la Ciudad de México. En mi viaje anterior llegué con planes. En este hice lo mismo, pero pocos se cumplieron. Que los planes se rompan también es bueno, porque te permite ver las alternativas y te anima a descubrir. Haz lo que debes. O lo que debiste. Salí con mi hermano, pasé más tiempo con viejos amigos, platiqué más tiempo con mi familia y trabajamos juntos. Es cierto que ahora vivo en un lugar más tranquilo, lleno de nubes y cielos azules, de silencios y caminatas nocturnas sin mirar atrás. Si me preguntan, de inicio respondo–. No, no regresaría a la ciudad. No viviría ahí otra vez –Pero ya saben, la materia prima, ese otro pedazo de espíritu, piensa que es una mentira. Sería tan fácil regresar. Cuando muera, mi purgatorio debe ser la Ciudad de México.