Encontramos una serie de tumbas rotas, olvidadas, incrustadas en las paredes laterales de una iglesia. Caminamos sobre ellas y tomamos fotografías de nombres olvidados. Nombres con más de cien años de edad. Algunas todavía conservaban los grabados, otras tantas fueron asimiladas en las paredes o decidieron hacerse escombros. Adiós a todos los muertos, a los nombres viejos, a los homenajes de una vida a través de su cuerpo inerte. ¿Alguien visitará estas tumbas para rendir homenaje en pos de la sangre? ¿Alguien hablará con ellas para dar una lista de hijos, nietos, tataranietos y mantener a los muertos al corriente de las vidas de las que fueron origen? ¿A dónde habrán visitado ellos sus muertos? No me atreví a acariciar los grabados aun cuando estas tumbas están a la mano de todos. La gente paseaba frente a ellas, en el jardín de la iglesia y tomaban asiento bajo un árbol, para comer tacos de aguacate, frijoles y chile. Un vigilante aburrido leía. encerrado en la biblioteca de textos religiosos, pájaro nalgón en una jaula de vidrio. En ocasiones alzaba la mirada y luego se olvidaba, y continuaba la lectura. Niños corrían alrededor de una cruz de piedra, jugaban a las escondidas y a las traes, mientras sus padres los seguían lentamente, abrazados de la cadera, como lo hacen los enamorados. Unos scouts descansaban bajo la sombra de un pasillo exterior y miraban las tumbas a lo lejos. Tumbas rotas desmoronándose gradualmente en pedazos.