Entre todos, sin comunicarse, sin saberlo, dieron a la mujer —no hubieran pensado que era un hombre, aunque la letra no revelara, aunque los anónimos hubiesen sido escritos a máquina—una blusa de encaje, pulcra, estrecha y redonda en nacimiento del cuello, con una delgada cinta de terciopelo, o un camafeo o una moneda de oro convertida en prendedor sobre la base del cuello. Le dieron una sonrisa inmóvil, una boca hundida, una expresión dulce, un perfil justiciero. La hicieron odiosa, pero no repulsiva, taciturna, suspirante, amiga de plantas y de gatos, del alba y del fin de las tardes; le atribuyeron una peluca o un pelo teñido de amarillo, la costumbre de llevarse a la nariz, desde la manga, un pañolito con iníciales, sólo por el placer de sentirse aislada oliendo el perfume.

–Juntacadáveres, J.C. Onetti.