El diablo, Satanás, Belcebú, Lucifer, Baal… es cliché, pero en cada película del diablo o cada cuentito que hace aparición, algunas veces se atreven a repetir la misma cantaleta–. Me han conocido a través de muchos nombres, pero al final tú sabes quién soy. ¿No lo presientes? –Es la figura que tenemos en la cabeza cuando algo sale mal de una manera funesta, perversa, degenerada. El diablo no es culpable de los accidentes, pero posiblemente es el susurro que nos impulsa y nos lleva a un camino retorcido. Al diablo lo asocian al incesto, a las formas más degeneradas de fornicar, a la envidia que se sale de control y los criminales irredentos que no tienen esperanza alguna. El diablo, según lo vemos en película, no es ningún juego. Siempre está encabronado. Su risa no es sincera. Su sonrisa no es algo que quieras ver antes de morir. A veces ni siquiera ríe o sonríe, sólo te condena con su bronca voz antes de llevarte con él al infierno.

Algunos creadores de historias, los que más me agradan, manejan al diablo como un dios travieso. Así como el zorro de los indios o como Loki de Thor (sin esa locura tan encabronada, al contrario, una simple locura por joder el orden). El diablo sería como el Guasón de Heath Ledger. Una figura omnipotente con el propósito de corromper y destruir la rutina, la vida normal, la aparente felicidad, con el gesto de una mano. ¿Por qué? Porque estaba aburrido. Eso, sin duda, hace que el diablo se acerque más a una figura humana y cuyos errores sólo harán que lo vuelva a intentar, mejor cada vez, hasta llegar a la perfección que tanto le envidia a su bonachona contraparte. Un diablo flemático, por otra parte, simplemente me parece aburrido y es de esos personajes que golpearán la mesa a modo de berrinche cuando su maldad se vio interrumpida. La maldad que nace de la travesura siempre se está superando y no le importa detenerse, si eso significa un momento para meditar el siguiente paso.

Sin embargo, cuando alguien me dice o me señala al diablo, lo primero que recuerdo es el cuento que me contó mi abuela. Tenía cinco o seis años, se había ido la electricidad en la casa y sólo estábamos ella y yo. Nos fuimos a una de las recámaras a acostarnos para esperar el regreso de la luz. Le pregunté a mi abuela qué o quién era el diablo, y si de verdad existía, en uno de esos momentos espirituales e inesperados que tiene uno. Ella se calló durante un largo rato y justo cuando se escondió el sol, me empezó a contar una historia.

–Te voy a contar una historia del diablo, pero tienes que prestar mucha atención –dijo mi abuela seriamente. Había visto al diablo en películas de terror, en el cartón de la lotería, en alguna que otra serie animada, en mis compañeros de la primaria que los habían asustado con la Biblia y su descripción de la corrupción, la enfermedad, la muerte y el calor-castigo de los infiernos. Tuve un leve escalofrío–. Había una vez un hombre pobre que un día se encontró con el diablo y el diablo hizo un trato con él. A cambio de su alma, le prometió riquezas y todo cuanto el hombre pudiera desear. El hombre pobre aceptó, firmó un contrato donde hacía el intercambio por su alma. Regresaré en treinta años, le dijo el diablo. El hombre dejó de ser pobre, ganaba en los juegos de azar y hacía buenos negocios. Se casó con una mujer bella, y luego se divorció de ella para casarse con una todavía más bella que la anterior. Vivía en una lujosa mansión de jardines espléndidos. A uno de sus viejos amigos, para verse generoso, lo contrató como su jardinero. Se conocían de mucho tiempo atrás y además, se parecían mucho físicamente. El jardinero estaba agradecido, pero dudaba de la buena suerte del hombre. Aprovechando su amistad, todos los días le insinuaba al hombre que confesara la raíz de su buena fortuna pero él simplemente se negaba, o se hacía tonto. Todos los días revisaba su reloj. Cada día se acercaba más a la fecha convenida por el intercambio de su alma.

» Estaba tan preocupado, que igual que su amigo el jardinero, el hombre que vendió su alma había perdido todo su cabello. Ambos estaban calvos. Cuando llegó el día que estaba marcado en el contrato, el hombre que fue pobre estaba desesperado y le contó a su amigo, el jardinero, lo que había hecho para ganarse el favor de la suerte y de la vida. El jardinero ágilmente le pidió a su amigo que se desnudara y que intercambiaran ropas. Justo después del intercambio, observaron a través de la reja que el diablo se acercaba, mientras silbaba una canción. Estarás muy nervioso para hablar con él, dijo el jardinero con las lujosas ropas del amigo, dedícate a cortar ese arbusto y deja que yo le hable. El hombre disfrazado de jardinero obedeció. Sus manos temblando cortaban las ramitas de las tijeras.

» –Buenas tardes –dijo el diablo cuando se acercó a la entrada de la vasta residencia–. Vine a buscar a… un hombre que se parece mucho a ti, pero con pelo, un poco más joven, ojos más claros, labios un tantito más gruesos. Qué raro. Mira, aquí tengo un papel con la dirección y el nombre de la persona que tengo que buscar. ¿No sabrás donde puedo encontrarlos?

» El hombre disfrazado de jardinero, decidió concentrarse en el trabajo de las plantas y de repente, le salió bien. Siempre y cuando no se asomara para ver al diablo, no tenía de qué preocuparse. Sólo debía esperar.

» –Fíjese que no, señor. Aquí sólo vivo yo, y la otra persona que está aquí es mi jardinero. ¿Puede verle la calva? Ahí está trabajando. Debió ponerse sombrero… con este calor…

» –¿Sabes quién soy yo?

» –Por supuesto.

» –Entonces sabrá usted que yo no me pierdo, ni me confundo. Se me hace tan raro, debería estar aquí, presumiendo sus elegantes ropas y manejando entre sus manos el dinero que le ayudé a conseguir. ¿Está seguro que no sabe dónde está?

» –Lo siento. Yo vivo aquí desde hace treinta años y hasta la fecha, si te he llamado, no habías respondido. No soy la persona que estás buscando. ¿Por qué no vuelves en unos años? Tal vez te equivocaste al anotar la fecha.

» Se hizo un silencio intenso, el diablo se percató de ello. ¿Por qué también se habían callado las tijeras del jardinero?

» –¿Será posible que he cometido un error? Pero hombre, ¿sabe? No puedo irme de aquí con las manos vacías. Tengo que llevarme a alguien. No se preocupe, no tenga miedo, no me lo llevaré a usted. Me llevaré a este peloncito que está trabajando. Si alguna vez conoce a la otra persona que iba a llevarme, dígale que ya no se preocupe, que ya me llevé al jardinero peloncito».

Mi abuela luego se echó una carcajada. Con su risa, no pude pensar otra cosa que había sido absurdo tenerle miedo al diablo, cuando era un hombre tan astuto y tan gracioso. Luego de que nos riéramos, ella me dijo–. El diablo eres tú, ¿no te parece? Querrás engañarte pero eventualmente te darás cuenta.

Tal vez puedas engañar a dios, pero no puedes engañar al diablo.