I am not a morning person. Eso lo dirá un personaje en alguna película o en alguna serie de televisión. Lo dirá una mujer o un hombre que suele disculparse de todo. Lo dirá, enfurruñado, mientras lleva un café de las manos en uno de esos vasos térmicos desechables. Probablemente, si el director es cuidadoso, le pidió al maquillista que le marcara unas ojeras o que le dejara las patas de gallo al actor que escupe tan tremenda línea.

Yo la escupiría si mi vida fuera una película o la segunda temporada qué trata sobre las acciones de personajes ya establecidos. No importa que de algunos meses, he adquirido la costumbre de levantarme en un rango de 8 a 9:30 de la mañana. No soy una persona de día. Los años previos están inundados de recuerdos por los cafés, los cigarrillos, los secretos de madrugada. Vivía en las tardes, trabajaba de noche, empezaba a dormir a las cuatro o cinco de la mañana y sí abría los ojos a las diez, era un accidente, un sentido de la responsabilidad o una obligación.

Sí, ahora me despierto temprano, pero de todas maneras, no soy una persona de día.

La gente que se levanta a las cinco de la mañana me da angustia. Recuerdo que durante tres años me levanté a las cinco y media de la mañana para ir a la escuela. Parecía otro mundo cuando salía de casa y las calles estaban desiertas, apenas pasaban los camiones y mi única compañía era uno que otro estudiante como yo, y los obreros o albañiles que van lejos a sus fábricas o sus construcciones. Los camiones apestaban en las mañanas. Apestaban a recién despierto, a hocicos mal lavados, a calcetines que no se han cambiado y a los kilos de verduras que todavía traen tierra y cargaban en bolsas. No importaba que me hubiera bañado, sentía que el olor de la madrugada se impregnaba en mi ropa peor que si fuera un cigarrillo. No, desde entonces no era una persona de día.

No le creo a la gente que dice “Buenos días” mientras sonríe y te ofrece su mano. Es culpa de mi modorra, ya lo sé, pero de todas maneras no confío. A veces correspondo exagerando un poco, esperando con ello provocar el deseo de que me maten, así como la sonrisa y los buenos días me provocan golpear al otro. Espero el día en que me agarre a golpes con alguien en vez de escupirnos los buenos días. Es increíble como las primeras horas del día pueden ser grotesca cuando ves tantas sonrisas, tantas comisuras de labios aún con la baba del despierto y tantas pelusas en los cabellos de otros que no se peinan. Por eso no me miro en el espejo.

Estoy completamente seguro que no soy una persona de día.