Mi hermano vino de vacaciones a Cholula y gracias a ello, he ignorado una buena parte del trabajo y de mis textos inconclusos. Al menos lo he convencido de que nos acompañe a caminar algunos días (a mí, a Sol, a Nico, o a Killer, o quien esté en la puerta listo para caminar el mismo cuadro de siempre). En Colima dejó una vida que conozco sólo por pedazos. Sé que él tenía dos perros grandes que lo acompañaban todos sus días. Se nota como los extraña cuando juega con Nico, cuando la tortura y la persigue, y ella responde saltando encima de él, y empujando con sus patas de boxeador justo en el tiro del pantalón para hacerlo saltar de dolor. Sabía que le agradaría encontrarse con un perro grande e inquieto como este, que sería una buena memoria para sus vacaciones.

Mi hermano ya creció… ya tiene veinte años y yo, ya no cuento en este blog nuestras aventuras por cocinar juntos alguno de esos platillos sencillos pero memorables, ya no platico como me acompaña a trabajar a la oficina para que no se quede solo, de las peleas incesantes con nuestra madre, de los líos juveniles de mujeres y esa eterna búsqueda por saber como agradarles, ya no estamos a nueve horas de diferencia para que me cuente los temblores y del calor de Colima. Su personalidad está puliéndose, sí… lo sé, es lo mismo que hace el tiempo con cualquier pelafustán que se permita sentirlo. Tiene los pequeños arranques, compulsiones y obsesiones de nuestra familia y los aplica a sus gustos… y esos gustos, como son diferentes a los de otro en la familia, nos parece algo incomprensible, a veces tonto y a veces –ilusoriamente– sencillo.

Aunque sus chistes de matemáticos no me son sencillos –a veces ni siquiera hago el esfuerzo de entenderlos– y él se ríe, al ver como sufro en buscarle un significado.

Buscó y compró un cartucho que permite copiar los juegos de Super Nintendo a una tarjeta de memoria. Trajo todo a Puebla y hemos dedicado tiempo a juegos clásicos como Final Fantasy III, Earthbound, BattleToads, entre otros. Es la misma Super Nintendo con la que jugamos cuando fuimos niños. En casa abrió la consola, la limpió y le sacó un par de monedas que le metió cuando apenas tenía cuatro o cinco años, insistiendo que lo estaba haciendo como las maquinitas. Él todavía recuerda el regaño que vino acompañado con la ocurrencia de la moneda. Yo recuerdo que nos obligaron a prenderla y que nos dijeron algo como–: Reza porque prenda… que si no. La Super Nintendo encendió sin ningún problema, mi hermano descubrió que la moneda se quedó atorada justo entre unas protecciones de plástico y que tuvimos mucha suerte.

A mí me toca el trabajo de copiar las guías en el Kindle y mientras leo, dirijo a su personaje construido de pixeles cual esté controlado de un lado a otro, mientras se nos va la tarde, la noche, la madrugada. Cenamos a deshoras, tomamos coca cola, nos reímos de como ronca Nico y recordamos, brevemente, la bondad de la vida cuando estábamos juntos. Mi esposa simplemente nos acompaña. A veces se siente ignorada, otras veces trata de unirse o simplemente nos abandona a nuestras anchas, pensando que somos un par de niños.

Cuando no estamos jugando Super-Nintendo, nos dedicamos a ver los Caballeros del Zodiaco (Saint Seiya) solo para enseñarle una parte de mi infancia. Recuerdo que el anime me hacía pensar en el honor, en la amistad, en que una lucha debía ser a muerte y qué todo se resolvía encendiendo el Cosmos hasta alcanzar el séptimo sentido. También me gustaba la ensalada de mitos y de creencias que formaban parte del origen de los personajes, de sus ataques especiales y de su filosofía de vida. Me divirtió descubrir que Seiya era Sagitario y que, precisamente, la armadura dorada de Sagitario corría a protegerlo (además de que yo también soy Sagitario. Pensaba que la serie estaba hecha como para mí). Ahora que la veo de nuevo (con voces latinas o con voces japonesas), la encuentro… o un poco tonta, o un poco ingenua, o un poco redundante… pero no ha dejado de ser divertida.

Los días son una abundancia de recuerdos.