Soñé que paseaba con mi abuela en el centro de la Ciudad de México. Nuestros pasos eran certeros aún cuando no había destino. Buscábamos como la gente que pretende saber a donde se dirige para que ciertos depredadores no se le acerquen. Nos especializamos en eso en cada ida al centro, cuando buscábamos telas o zapatos para vender. Como siempre que la miro en un sueño, admiraba cuidadosamente el rostro de mi abuela: su piel lisa, blanca, sus mechones de canas por una pintura de cabello descuidada, su barbilla cuadrada y sus ojos perpetuamente tristes, entrecerrados. Me digo en pensamientos que está muerta y qué su visita irreal, probablemente (sonrisa torcida), se deba a que está tratando de comunicarme algo. Vestía su falda larga y su abrigo café, y en momentos me llevaba de la mano y yo me transformaba en niño, en momentos me tomaba del brazo y yo era un joven. Nos detuvimos frente a una plaza donde un viejo jugaba ajedrez.

(El ajedrez es obvio, pensé, abuela. Nosotros jugábamos ajedrez en las mañanas cuando no había clientes en el mercado abandonado. El olor a cuero de los zapatos nos asfixiaba mientras que afuera, hacía demasiado calor como para estar jugando o columpiándose y lo mejor era resguardarse en la oscuridad. Los platos de plástico que usábamos para nuestras comidas yacían descuidados sobre las cajas de cartón. Una coca cola de vidrio, de un litro, estaba a medias y nos ayudaba a tolerar el paso tan lento, tan absurdo del tiempo. ¿Te dije que ahora vivo en un lugar así? Sí, abuela, creo que lo sabes. Vivo en un lugar que parece la eternidad que contenía ese puesto de zapatos y cuando me asomo por la ventana –aunque no están allí– veo los conejos que perseguías en tu pueblo, y escucho las ranas de humo que te asustaban en las noches. Sí, tal vez lo sabes.)

Nos acercamos al hombre. Trataba, mientras se frotaba con dureza la sien, de recordar la posición de las piezas como en un juego de hacía muchos años. No puede ser que esté olvidando, musitó el hombre como si este fuera un conjuro que pudiera regresarle la juventud de su mente. ¿Sabes por qué olvida?, se acerca mi abuela al oído a preguntar, porque en su afán de no olvidar las cosas, olvidó todo lo demás. ¿Olvidó todo lo demás? Entonces miré al hombre: Calvo, su rostro arrugado y manchado, sus manos huesudas que temblaban al tomar una pieza, su camisa muy blanca y planchada. Aprendió a jugar ajedrez porque con ello no podría olvidar, pero mira, es el tiempo el que se robó su memoria, no es su culpa, es culpa del tiempo, el cuerpo es prisionero de cierta cantidad de días y cuando estos días pasan, el cuerpo olvida, se deshace de los recuerdos, se deshace de los fragmentos que ya no quiere, desea deshacerse para alcanzar una supuesta libertad… ¿pero ve? Sigue jugando, está tratando de recuperar la tranquilidad de que podía olvidar cuando quisiese, la tranquilidad de manipular a su antojo la memoria.

(Entonces desperté abuela y durante varios días, mientras salía a pasear, recordaba el rostro compungido del hombre por el dolor de su mente descompuesta. El temblor de sus manos era doloroso. Me prometí que si alguna vez llegaba a su edad, me moriría de un infarto tan pronto me temblaran las manos por culpa de los recuerdos prohibidos. También me acordaba de ti y trataba de darle un sentido a tus palabras: ¿Será que me explicabas, una vez más, como harás cada año, como harás cada tanto, tu muerte? ¿O me estabas tratando de enseñar una de esas bonitas cosas prácticas para la vida, una lección cara –y barata– de la vida? El sueño se convirtió en un mensaje de dos vías. Hablamos del olvido, sí, y también hablamos de como no te olvido).

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Fotografía: “la boquería” tomada por Alberto Alcocer.