Últimamente las caminatas dejan a Nico bien cansada. Duerme durante el día, buscando que el sol le golpeé el rostro, mientras sus cachetes abultados soplan y resoplan. La miro un rato, la miro un poco más, y pienso que quizás ya tuvo su infancia, que ahora está viviendo la adolescencia, la dura etapa de los secretos, del mundo aparte, el otro lado que no me está permitido ver. Es un perro, dirán por ahí, pues sí… pero no tengo forma de saber lo que hace cuando baja y decide echarse en el sillón. Imagino que sueña con perseguir conejos cuando su cola golpea el sillón y alcanzo escucharlo hasta acá, sin música, viviendo con el sonido de fondo de los trabajadores que tienen la consigna de emparedar el Popo y los vecinos que corren a vigilar a sus cerdos cuando chillan en los amplios terrenos. Algo pasa en todas partes, algo pasa, incluso, en este blog cuando no se escribe.

De noche algo silba y no son los grillos. En Twitter, alguien me sugirió que algunas tarántulas llaman a sus presas con silbidos. Ahora imagino que son tarántulas que se esconden en el pasto crecido, muy crecido, por culpa de todas las lluvias. Tengo la nota dispuesta en la cabeza: El día que conozcas un aracnólogo, pregúntale si en Cholula hay tarántulas, pregúntale como son, pregúntale si es lo que silba en la noche. Entonces recuerdo la anécdota que me contaba el venezolano, la leyenda urbana del chiflidito: Caminas de noche y escuchas un silbido cerca, muy cerca, y miras por encima del hombro. No hay nadie. Sigues caminando y el silbido se aleja, cada vez está más lejos, y recuerdas la vieja leyenda de un hacendado que mató y se mató por amor. Resulta que el silbido era para que la chamaca se asomara. Ahora en el mundo de los muertos, entre más lejos se oye el silbido, más cerca están sus manos de tu cuello. Personalmente prefiero encontrarme con un fantasma que con las tarántulas.

Olvidé escribir en mi blog porque siempre estoy escribiendo afuera, en un mundo paralelo. Estoy escribiendo y leyendo. No quisiera sugerir que lo hago como un enfermo, pero quizás es así, porque mi ritmo no es constante, es errático, a veces sólo estoy leyendo, a veces estoy jugando, y sobre todo, tengo un ojo al gato y otro al garabato, el garabato de la pachocha. Escribo en un diario, a las tres de la tarde, o las tres de la mañana, depende, casi siempre a las tres, y si me acuerdo que son las tres. Escribo de mis pequeños problemas cotidianos, como ese chiste de caminar tan lejos para ir a comprar cigarrillos, los cuales ya había abandonado, y retomé, abandoné y retomé otra vez. Algún día sueño a sentarme a escribir sin cigarrillos, como Onetti, y sueño con escribir una novela, como Onetti. Escribo de los cerdos que chillan, de las tarántulas, de las leyendas urbanas que la gente me cuenta porque tú escribes, ¿verdad? Te voy a contar una historia para ver si algún día la haces cuento. Escribí, también, diez páginas acerca de lo que se siente ganar un concurso.

Hace calor aquí adentro. Allá, en la dirección donde emparedan el Popo, es la dirección donde se oculta el sol. A cierta hora del día esta oficina es la más iluminada y calurosa de la casa. Si dejo las persianas abiertas acabaré como un cono derretido abandonado en una acera. ¿Se acabaron las lluvias?, eso me pregunto mientras vigilo el jardín, vigilo su poco pasto, esperando que no seque, esperando que el limón enano crezca un poco pero parece que nada crece. ¿Cómo voy a escribir en este calor?, pienso, mientras escribo bocetos y fragmentos de historias nuevas, mientras busco apasionadamente un horario y lo desdeño por el azar, por la irregularidad, la costumbre de no poner horas y el rito de la espontaneidad. Si algún día me descuido y abro las persianas se van a incendiar mis libros, pobres, que durante tanto tiempo fueron nómadas y disfrutaron la seguridad del cartón, y ahora tienen una casa donde descolorarse, donde secarse poco a poco, donde continuar su tiempo de vida, amenazados por las moscas y los pulgones, los dedos de algún curioso, el yo-curioso, con la ceniza de cigarrillo entre sus páginas y viejos recibos deslavados para señalar momentos.

Releí “Lotófago” un puñado de veces. Todavía lo releo, quizás en este preciso momento lo tengo abierto en otra ventana y lo subrayo. El cuento, a veces pienso, todavía tiene cosas que decirme. Tacho, anoto redundancias, pequeños errores, el horror de los puntos, lo leo como alguien que odia su propia obra y a la vez, también encuentro en él una precisión que desconocía, algo de belleza, algo de elegancia. Así que puedo ser preciso, pienso luego de una relectura, puedo ser “ese” escritor. Luego detengo la tortura, el vacío de entregarse a la obra premiada, y me pongo a leer, me pongo a trabajar, me pongo a escribir, como ahorita, en el blog que lo empezó todo. No lo ignores tanto tiempo, anoto en un post-it y lo pego por ahí. Sabemos de sobra que está destinado a caerse, a terminar en la basura cuando venga la señora de la limpieza el siguiente miércoles, o el siguiente de ese miércoles, quizás ni escribí nada y cuento la anécdota como quien cuenta una historia de superación. Cuando a esto le ponga punto, seguramente, me prometeré escribir más seguido en él, me prometeré una constancia intachable, prometeré escribir aquí, y en el diario, y los bocetos, los fragmentos, los otros trabajos que tengo para concurso porque este año, y el que sigue, y uno más, seguiré mandando y recorriendo el camino, a ver hasta dónde podemos llegar, a ver hasta dónde me dejo. Qué contraste, pienso, con aquel niño de veinte años que escribió que no creía en los concursos. Ahora me encantan, diré por ahí, sonriente y pícaro, por la pachocha, y el viajecito gratis, y el desayuno, y el reconocimiento…

Disfrutemos este tiempo que nos queda, ¿vale?