Todavía me pregunta si le quiero. No le voy a decir que no. No soy sonso. La quiero pero soy el idiota de siempre: también me lo cuestiono, así como me cuestiono todo lo demás. Si el piso donde mis pies me sostienen es real o es una proyección del otro lado del universo, por ejemplo, o si de verdad disfruto la música que escucho, o si me puedo auto hipnotizar para aprender una maestría en economía, o si el horóscopo de hoy tiene razón o es la misma faramalla de siempre. Me pregunto esas cosas porque soy el mismo idiota. Luego despierto y siento un súbito amor por ella, y por sus calzones, y el pasito coqueto de tabasqueña cachonda, y como ronca, dios, como roncan ella y el perro y sostienen una conversación fascinante, y muy aburrida a la vez, porque no les entiendo nada. Ni modo, el mismo idiota, vine con etiquetas de aviso, con la recomendación de usar un hazmat suit si te acercas: sigo apreciando las piernas ajenas, las falditas de chamaquitas enamoradas, las fotografías perniciosas de las morritas indiscretas y sus delirantes confesiones reales o imaginadas. Así me quiere, quien sabe por qué, y yo también lo hago, aunque me lo pregunte como sintiéndose vieja, insuficiente, y ya le haya dicho que siendo otro hombre, uno al otro lado de la acera que nos mira caminar juntos, estaría viendo la oportunidad de arrancarle de la presencia de aquel idiota que se pregunta si no es una simulación de una computadora. Así también le quiero. Ahora no hablemos de amor porque esa es otra cosa, y algunos tontos se emocionan.