Nico ha practicado, en estos dos años de vivir conmigo, su cara de “No me asombra lo que haces”. También puede ser interpretada como: “No me simpatizas” o “No me sorprende, ya lo he vivido”. Esa cara es vital cuando comparto con ella alguna historia que se me ocurre. Así compruebo si voy por buen o por mal camino. No sé cómo lo hacía antes de tenerla a ella, quizás era un bruto, un salvaje. Antes se lo recitaba a mi cacto, pero el cacto simplemente buscaba rebatirme todo, incluso lo que no podía ser de otra manera. El cielo es azul, le decía, ¿y por qué debe ser azul, chamaco imberbe? Me refutaba, y luego me espinaba y le daba a beber mi sangre, la cual asimilaba gustoso porque éramos buenos amigos y ningún agua debe ser desperdiciada. A Nico, durante horas, le recito mis ocurrencias en voz alta y anoto sus gestos, si mueve o alza las cejas, si gira los ojos a la derecha o a la izquierda, si bosteza o se relame los bigotes, o bien, si hace la cara tan temida. Sí, en apariencia, todo parece muy seguro con ella pero ya quisiera verlos tratando de adivinar los gestos enigmáticos. Entonces pruebo reescribir la historia en otro tono y leerla diferente, anoto la evolución de los gestos, le ofrezco un hueso y ella ofrece llevarme por un túnel, donde tiene ocultos todos los huesos del mundo, pero no le haría daño tener uno más, porque está en su naturaleza de mamífero recolector. Después de todo, ella gracias a su intuición animal debe tener más claro cuando serán las épocas de carencia, y aunque se le antojaría despedazar el hueso, prefiere guardarlos en caso de una emergencia. Le acaricio las orejas largas. Gracias a ti, quisiera decirle, escribo mejor, pero afortunadamente le basta con los huesos.