El jardín, como la entrada, estaba lleno de vida. No solo por la cantidad de gente que platicaba, reía, fumaba y bebía; también por los árboles, los arbustos y los pájaros. Una selva microscópica que intimidaba tanto o más como la mansión. Olmos y dólares que habían crecido tan grandes como árboles centenarios. Había almendros, bananos y árboles de aguacate. Y si el sol no hubiera caído, habría visto los mangos, los naranjos y los limoneros. Se preguntaba si era posible vivir de la fruta en la fiesta perpetua.

Pensaba en esas cosas por el hambre.

Una modesta casa de madera central para el alimento de los gorriones y los zanates se alzaba orgullosa sobre el poste de una fuente humilde, en contraste con la opulencia de la mansión.

—Esto es como el caos —murmuró Mateo—: todo aparenta estar fuera de lugar y, si uno piensa en ello, también es posible concluir que todo vive en armonía.

Avanzó hacia la fuente. Había pasillos de piedra que dirigían hacia las puertas de cada uno de los punto cardinales para facilitar acceso a los cuatro extremos de la mansión. En el pasillo del norte podía llegar a la habitación de los hambrientos, según se lo había prometido Tony.

Casiopea vibró. El mensaje: “Ahora te encuentras en El Jardín de los Sabores”.

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