Decía un abuelo, que nunca tuve, que la única despedida definitiva es la muerte. Me gustaría creer que él me diría esas cosas, que esos facilísimos pedazos de verdad son su responsabilidad, pero sólo puedo hacerlo a modo de ficción e inventarme una voz ronca, por culpa de los cigarrillos, y rota de juergas, de bebidas, del dominó de los domingos y de los amigos.

Nunca tuve a mi alcance un abuelo, ni de padre, ni de madre. Aunque sí conocí a mi abuelo, el de madre, un hombre llamado Narayanath. Era un hombre moreno, de barba larguísima, una reluciente calva y una mirada espeluznante y seria, como la de mi abuela. Entonces fue que me pregunté si ella le robó esa mirada de seriedad o si el señor se la robó a ella.

El señor vivió dos días en casa de mi madre y después se fue. Creo que lo invitaron a vivir ahí después de la muerte de mi abuela. Quizás, cuando pasó el shock, lo corrieron. Le pidieron amablemente que nos abandonara otra vez. No fue una tragedia, al contrario, quisieron hacer lo justo: hacerse cargo de la familia, de los viejos. Y en ese descubrimiento le pidieron que se fuera, y también fue justo: el señor se fue y dejó a mi abuela con seis chamaquitos. ¿Por qué ellos debían ser mejores? Mucha justicia para un par de semanas.

Lo poco que recuerdo de él es su silencio, su mirada, como mantenía algo de arrogancia mientras yacía pequeño, inmóvil, en una de nuestras sillas. Un gato que se cree león. Le di las buenas noches. Quizás es todo lo que le dije.

Posiblemente ya murió.

O encontró su redención (si es que de verdad tenía culpas que expiar) en otra familia, otro joven. Era un hombre inteligente, culto. Era un buen dibujante. Atributos que, seguramente, atrayeron a alguien más ingenuo, alguien que pudiera aprender algo de él, alguien a quien no le debiera nada. Alguien que deseara otro abuelo, otro padre. Un hombre así ya no puede educar a sus hijos, a sus nietos, pero qué facilidad ha de tener para educar a otros y, a pesar de todo, que seductor debe ser. Esta es la tranquilidad que puedo ofrecerle a mis padres, a los otros.

Pero no lo sé. Sólo me queda ficcionalizar con el abuelo y con su imagen. Con lo poco que sé de él, con lo poco que hablan de él. They fucked you up your mom and dad. La cosa es así. No sólo en la cansada presencia nos cogen los padres, también lo hacen en la ausencia.

Soy un producto del abandono.

No es que me sienta abandonado, pobre y triste. No es así. Sin embargo, gracias al abuelo, y al padre (que tampoco tuve), mucha gente se la pasó mirándome como un tarado, un negado. No me provocaba dolor, ni risa, pero sí un divertidísimo desconcierto. A la fecha, aún con mis treintaiun años, todavía tengo pláticas con gente que, al saber mi pasado, desesperadamente quisiera ser mi padre. ¿Por qué? ¿Doy tristeza? ¿Necesito una cirugía facial? Lo han hecho hombres y mujeres, porque muchas mujeres adoptan fácilmente ese rol macho cuando ven a una criatura en peligro. Y si no acepto con cierto estoicismo el ofrecimiento de algún padre putativo, entonces me tornan en algo peor, en una criatura perversa, un homúnculo qué, al no tener padre, no podía ser otra cosa. “Ya estaba condenado”.

Pronto, en unos años, vendrá la gente que piense en mi trauma como algo tan complejo que, no podía ser de otra forma, por eso soy esteril y no tengo hijos. Pronto. Quizás. Algún día sorprenderé a esta gente: adoptaré un puñado de niños y los arruinaré como ellos: esa nube ficticia de padres y abuelos, hicieron conmigo.