La lectura debe ser uno de los vicios más crueles porque es el paraíso de gente solitaria. Mientras uno se sienta a leer, y muere lento, en silencio, interpretando letras, otra vida pasa a nuestro alrededor. Quizás alguien nos verá mientras pasamos los ojos de un lado a otro, como un par de roedores inquietos, y se preguntará por qué hemos escogido el suicidio. Quizás nosotros dejaremos el libro a un lado, apartando cuidadosamente la página con el pulgar, y saldremos de ese otro lugar para admirar la pobreza —porque justo en ese momento nos parece así de pobre— de la realidad.

Ese castigo ya lo conocemos bien los que leemos. Así como conocemos el castigo de cerrar el libro, sí, ese libro y digerir esa primera impresión. Un engaño que tal vez no se repita y estaremos buscando, persiguiendo, como animales feroces e impíos. Hay lecturas que jamás se volverán a repetir y el único consuelo es meditarlas, rememorarlas, y así no sólo recuperar las primeras sensaciones, sino también un fragmento de la persona que leyó ese libro, el que pudo oler ese espejismo y vivió, entre sueños, en aquel oasis. El tiempo se ha ido, siempre se va.

Hay otro castigo más, uno que cada vez es más común entre nosotros los lectores y es libro que leemos, libro que posiblemente sólo nosotros hayamos leído. No creo mentir cuando pienso en la lectura como un paraíso solitario. Mis libros no son los mismos que los tuyos y aunque se pavonea el orgullo del egoísta y el celoso, regodeándose en una falsa exclusividad, también surge una tristeza inexplicable porque mis libros no son los tuyos. Miento. Tal vez pueda explicar aquella tristeza: no hemos viajado a los mismos lugares y aún si ocurre el accidente feliz de que lo hiciéramos, no vimos las mismas cosas, no podemos hablar igual de ellas.

Algunos conocerán aspectos de la vida del autor, por ejemplo, y encontrarán esas similitudes a veces ciertas, a veces irrisorias. Otros tantos encontrarán que sus lecturas anteriores coincidieron con el libro y pueden hacer esas conexiones que pertenecen a un mundo académico, estructurado. También existe la posibilidad de que las conexiones son ilusorias, y aún si tuviéramos al autor a la mano para preguntarle, quizás este lo niegue con vehemencia, por hacernos buscar, olisquear más y un lector obsesivo, como un depredador, regresará a la obra, morderá las páginas o las subrayará con las garras. Y obviamente queda esa molesta vida que tiene cada persona, sus experiencias arruinan (y sí, también iluminan) el libro y cada cabeza, los dos ojos, puestos sobre una lectura provocan que ciertos mensajes resalten más, resalten distinto, oigan otras veces o recompongan aquello que el autor, hablo de los más arrogantes, crean que estaba configurado para ser de un sólo modo.

Sí, quizás algunos se enamorarán de esa otra persona que leyó lo mismo, y además fomentan la sabrosa ilusión de qué se comparten lo que el otro no pudo ver. ¿Y después de ese único accidente, serían capaces de leer lo mismo que el otro y repetir asiduamente esa experiencia? ¿O quizás buscarán que el otro lea lo mismo que ustedes, con esperanza de que se repita ese momento de felicidad? No hay nada más chocante que imponerle a los otros una lectura. Es cierto aquello de que si quieres que otros compartan algo contigo, mejor guárdalo celosamente, en vez de promoverlo como mal enseñan en ciertas escuelas a unos pobres chamaquitos que desean ser mercadólogos. Y digo que es chocante porque he descubierto que ya me avergüenza hacerlo. En ese momento me siento como un niño que no juega los mismos juegos. Ahora sólo me reservo ese placer, con frecuencia estéril, para ciertos momentos y, aún después de romper la prudencia, siempre tengo la esperanza de que algo sucederá.

Prendo un cigarrillo, no importa tanto, después de todo me entrego y devoro las lecturas pendientes. Después de los azares estoy en un punto en mi vida donde puedo tener una biblioteca casera. Entre los que tenemos mi esposa y yo, hace unas semanas, a principios de año, juntamos la feliz cantidad de mil libros. Recuerdo, con descuido, a Zaid y su introducción a Los demasiados libros. Entre más libros compramos ella y yo, nos separamos más, y se vuelve más peligroso el camino de encontrarnos, de reconocer nuestras voces, esos chistes personales que forjamos gracias a los libros. Y sin embargo, me descubro oyendo cuando ella me cuenta alguna historia y en alguna parte anoto: quizás ya no necesite leerlo, quizás puedo dejarlo para después, para otra día, otro año o, si mi abuela tenía razón, para la resurrección. ¿Ella hará lo mismo conmigo? ¿Compartir es narrar con accidentes y descuidos el libro del otro? Nuestras lecturas son una cuerda. Hacemos un nudo para asirnos y reencontrarnos cuando leemos el mismo libro de los mil libros de nuestra biblioteca. Somos animales que devoran, sí, pero quizás no es un vicio tan solitario como pensaba en un principio.