Los primeros hombres que mató para el consumo de La Habitación de los Hambrientos venían atados y amordazados, sujetos contra la puerta en el otro extremo de la habitación, la cual estaba hecha de paja. Así lo descubrió Mateo cuando le quitaron la venda. Con ello, según decían, absorbían la sangre y los impactos, y la estructura era fácilmente reemplazable.
Sin la venda, por supuesto, dudo en hacerlo hasta que Filo, quien se comunicó con él usando el altavoz, le recordó que había matado a gente durante los primeros quince días.
—Además, mi querido muchacho, la carne está ahí porque ahí quiere estar.
Mateo miró a su víctima retorcerse. ¿En verdad lo querían? Ya le habían mentido con la ceguera, ahora lo hacían con las palabras. De cualquier modo, ya era un asesino y, aunque podía renegar de ello, no podía luchar contra la comodidad y la facilidad. Ya estaba en el camino, ¿por qué debía desandarlo? Además tenía tanta hambre como el primer día. Hambre que sólo podía saciar el pedazo de carne que tenía en frente.
Su primera víctima visible, con rasgos definidos, fue un hombre de cuarenta años, moreno, rollizo, de brazos musculosos y padre de cuatro hijos. Según una ficha con los datos (documentos que, cuando le quitaron la venda, empezaron a proporcionarle), tenía diez años vagando en la mansión. No deseaba más pero tampoco deseaba abandonar los últimos diez años de su vida. La única forma que encontró de seguir perpetuando su propósito, pero sin vivir en la desgracia de comprenderlo o buscarse otro, era que otra gente se lo comiera. El noble propósito de servir para el consumo del otro.
Conforme pasó el tiempo y leyó los dossieres de la gente a la que mataba, empezó a entender su propósito. Había criminales dentro de la fiesta perpetua: asesinos, violadores, estafadores, rateros y villanos, en general, de cualquier sexo y cualquier edad. Estos eran capturados y recibían un castigo, la redención, al convertirse en carne de provecho para que la fiesta siguiera andando. Filo le mintió (¿una mentira qué ella misma se decía?). No todos estaban ahí por su voluntad, aunque muchos de ellos sabían a dónde iban a parar si les capturaban.
Los criminales no venían sujetos, como aquellos que se entregaban de buena fe, y Caos les ofrecía una última oportunidad para enfrentarse al carnicero. Mateo era uno de dieciséis verdugos, lo mismo que Filos, y no fue hasta después del primer año que le advirtieron y le prepararon. Mateo se volvió tan eficaz en la tarea que despachaba entre 400 y 600 kilos de carne diariamente.
Su criminal número veintitrés usaba una gorra de los Dodgers. Le pareció vagamente familiar. Y aunque leyó el nombre no pudo quitarse la idea de que quizás era otra persona.
Mateo, durante tres años, cuidó la profundidad de sus puñaladas, así como los puntos donde enterraba el cuchillo. Si era posible, prefería degollarlos, para evitarse los gritos y maximizar, así, el uso del cuerpo. Demasiadas veces recibió felicitaciones por ello. Así transcurrieron tres años, buenos tres años, que a Mateo le parecieron muchos más, ora muchos menos, porque no tenía una guía que le indicara el tiempo.
El último día en el juego como carnicero, a Mateo le entregaron su guía (tres años, veintidós días, seis horas) y le avisaron que debía preparar un último sacrificio antes de tomar la siguiente decisión que cambiaría su vida.