Sol me sugirió dos cosas: que escribiera un diario o que escribiera de lo que me está pasando. He dejado los diarios a favor de las memorias digitales. A veces pienso: ¿escribir para mí, si ya escribo en todos lados, por qué? Sin embargo, le hice caso y ahora mantengo un diario a mano, junto con anotaciones de mi juego de Pokémon (actualmente estoy jugando Pokémon Perla, otra vez, sí, esos juegos son inmortales). La otra cosa: escribir de “loquemepasa” es un poco más difícil porque nadie en quien confío, así como los médicos extraños, saben que me está pasando. O bien, lo saben, pero para ellos es algo normal, es una consecuencia de ciertos modos de vida y a mí me cuesta trabajo aceptarlo, para mí es un misterio, para mí es un error perder control así de mi cuerpo.

Soy un error.

Empezó aproximadamente hace un mes. Durante las tardes o los noches, siento pequeños mareos, pequeños vértigos. La primera vez que me pasó, sentí taquicardia y, al parecer, un imaginario dolor en el brazo izquierdo. Pensé que me daría un infarto. No fue así, y todavía no pasa, sin embargo ese dolor fantasma regresa de vez en cuando al brazo izquierdo para molestar y hacerme creer que algo me va a pasar. Los primeros días que me dio esto, no podía estar quieto, no podía quedarme sentado. Era una sensación de angustia que crecía del estómago y reptaba como una lombriz en llamas hacia la cabeza. Si no es un infarto, pensé, ahorita me da una embolia, una apoplejia o algún otro cuadro médico desconocido, ilógico y fuera de lugar. Sol estaba de viaje. Le llamé a unos amigos para que me llevaran con un médico. No respondieron. Me agarré el pecho y pensé, entre dolido y divertido, que mi muerte sería anunciada por mensajes de Whatsapp. Abrí la aplicación para decir que me sentía mal. A los minutos llamaron, y me llevaron a ver a alguien.

Cuando llegué al médico, en cierto modo, ya había pasado. Sólo quedaba una sombra del episodio. El doctor me recetó un ansiolítico, midió mi presión y mi respiración. Todo bien. Estás muy bien de tu presión, de tu frecuencia cardiaca y de tu respiración, dijo, ¿cuántos cigarritos me dijiste que fumas al día? Di un número y el doctor, amablemente, no se lo creyó. Respiras mucho mejor de lo que esperaría. Me preguntó si no estaba estresado, e hizo énfasis en la pregunta varias veces. No tengo por qué, respondí, todo bien y lo repetí varias veces. Estrés. ¿De qué? Me mandó a hacer un puñado de análisis, sólo para saber qué me estaba pasando. Él sospechaba que mi metabolismo estaba jugando medio chueco y que había que corregirlo. Yo empecé a sospechar que el robo de mi casa por fin estaba afectándome de algún modo.

Semanas antes, habían entrado a robar a la casa. No se llevaron nada de valor, solamente dejaron todo tirado, todo abierto, todo fuera de su lugar. Descubrieron cosas que para otro sería vergonzoso. No es tanta la vergüenza como el imaginar la sombra de un desconocido sobre tus habitaciones, tus cuartos, dejando una breve estela de corrupción, de peste. Desde entonces, a veces pongo una cámara con el ipod para que me mande mensajes e imágenes de todo lo que se mueva. Ya compramos un pequeño sistema de seguridad pero me hace falta alguien que sepa de cables y de caminos para instalarlo. ¿Estresado? Quizás, un poco. Pienso en mis pequeñas y modestas cosas. Que se roben algo y lo mucho que tardaré en recuperarlo. Mi computadora, donde escribo, por ejemplo. Con que no se roben eso, pienso a menudo, mientras camino y así, paso tras paso, el día se ha roto y se ha convertido en una sarta de plegarias dispuestas frente a un dios caótico y caprichoso.

Los análisis: triglicéridos y colesterol altos. Antes de ver al médico, le mandé a dos amigos (médicos también), el resultado de mis análisis. Pues sí están altos, me dijeron, pero no tanto como para que te dé un ataque al corazón. Chingón. Ah, pero me dijo otro, lo que sufriste fue un episodio cardiaco hasta que no se demuestre lo contrario. Lo conozco bien. Me estaba metiendo el susto de mi vida para que dejara el cigarrillo. Después de los escenarios siniestros, le pedí a mi mujer que fuéramos a hacerme un electrocardiograma en urgencias. El doctor en urgencias, fastidiadio y aburrido, tuvo la paciencia para atenderme y responder a mis preguntas. El EGM salió bien, me dijo. Mis amigos me dijeron que salió bien, sólo un poco bajo, ¿estabas en reposo? Tienes la frecuencia cardiaca de un psicópata, de un criminal, o de algo así. Gracias, respondí, por fin algo que tiene sentido.

¿Ya suspendiste el cigarrillo?, me preguntó mi cuate. Pues ahorita me estoy fumando uno, pero he fumado mucho menos, creeme. Creeme.

Y luego se fue. Me sentí un poco más normal, pero con ese bicho ahí, agarrado de la traquea, colgando y haciendo malabares entre el corazón y los pulmones, pero sin hacer más. Me confié. Así nombré a ese chango: ansiedad. El nombre no me gustaba, pero no explicaba que tuviera otro. Empecé a fumar, despacio, otra vez. Regulé mi dieta: más pescado, atún de lata, más verduras, mucho aguacate, menos grasas, menos embutidos, menos etcétera. Suspendí el ansiolítico, por la sencilla razón de que no quería depender de ninguna pastilla. Así se me olvidó, o estaba a punto de olvidarlo. Hasta que tuvimos que viajar, otra vez, como si el quedarme solo, valerme por mí mismo, hubiera disparado de nuevo ese momento irónico, hasta chistoso diría, donde escribía en el celular: alguien hágame caso que me estoy muriendo, en tono de comediante mexicano, un Resortes, un Tintán o un Joaquín Pardavé.

No podía soltar a mi esposa porque sentía una angustia terrible, como si el mundo fuera a caerse y mientras me daba cuenta de esa verdad imaginada, absurda e inútilmente obvia, otra voz me decía: Ya no puedes estar así, así no sirves mano, tienes que arreglarte, ¿y si te pasa esto? ¿y si te pasa aquello? ¿Y si te mueres en el camino quién lo va a saber? Me asaltaron hijo de puta, me asaltaron tres hombres armados y nunca me pasó esto, nunca me quejé, nunca hice de eso un aspavientos, lo acepté como se aceptan los animales en la selva. Acepto a los criminales, la violencia y lo horrible como un accidente que en cualquier momento nos puede suceder. ¿Por qué? No, quéjate animal, quéjate. No somos la jungla, somos la civilización. La perorata podía seguir y yo no entendía como controlar mi cuerpo, como pedirle a mis pies que dejaran de temblar, a mis brazos de tener dolores imaginados. Y Sol no sabía qué hacer conmigo, ¿y cómo decirle qué hacer si yo no podía entender que el piso estaba en su lugar? ¿y que por más trataba de explicarme las cosas, entraba en un círculo vicioso de la debilidad, del castigado y del perdón?

Pero así me subí al camión. Así me fui a la escuela, con los niños, a leerles un cuento. Mantra: “Tengo qué hacer esto o no podré salir, nunca más. Tengo que controlarme, al menos, de aquí a que me suba al camión. Tengo-qué, tengo-qué”. Ya con los niños fue otra cosa, el olvido se hizo fácil (sí, ellos lo hicieron fácil), sin embargo el regreso fue otro problema. A la mitad de todo, en la terminal del norte, sentí como el peso de las cosas me dominaba. Me tomé el venoxil. No pude más. Y el venoxil, efecto 40 minutos después, me ayudó a dormir hasta que regresé a Puebla, me subí a un taxi y llegué a mi casa. Mi cuerpo estaba destruido. ¿Ves? Puedes salir, puedes hacer cosas, me dije, como si estuviera enseñándome a caminar de nuevo. Del otro lado, no podía creer que estuviera pasando por eso, no podía creer que había perdido el control de mi cuerpo por culpa de algo invisible, un causa-efecto de unas sombras, la imaginación de los otros tomando posesión de mis cosas, de nuestra cama, de su ropa interior, rozando los libros de mi oficina, libros que me prometí no volvería a mudar, perder, recomprar, prestar, regalar porque me han costado tanto.

El peor día fue un jueves. Para tranquilizarme tuve que caminar 20,000 pasos, según las cuentas de mis aparatos. Sí, salí a caminar más de una hora, fui el loco del pueblo, ese que mueve los brazos y mira a todas partes, ese que voltea cuando escucha los ruidos altos y se desorienta, y ya se cansó, ya le duelen los pies, no sabe cuánto tiempo lleva caminando, pero tiene que seguir porque hay una sombra detrás de él que lo está persiguiendo, una sombra metafísica, su propia sombra, el döppelganger. 20,000 pasos son el doble de lo que camino regularmente. Más del doble. Ese día dormí en casa de mi cuñada. El cansancio eventualmente me relajó. Me dolían los pies.

Dejé de fumar. Cinco días sin fumar un cigarrillo, y no saben, muero por uno, pero no quiero cruzarlo con ninguna otra pastilla que hace misterios en mi cuerpo (para mí todos son misterios, para mí nada es explicable porque yo no tengo el control, sólo puedo intuir, investigar, armar una historia que tenga sentido, aún si no es la correcta o es la verdadera). He preguntado a mis amigos médicos, quienes me tienen una paciencia infinita y quienes han sugerido que debo tratarme como un perrito de Pavlov y darme cuenta de qué dispara mis achaques. Por primera vez, en mucho tiempo, le dije en voz alta a mi esposa: “Si esto no funciona, creo que necesitaré ir a terapia”. Se me rompió la voz. Terapia. Yo. Terapia. Yo. Terapia. Yo. Y sí, como un disco rayado.

Quería dejar de fumar pero no así.

Mientras tanto, he mejorado todavía más mis hábitos de consumo: ensaladas, frutas, pescado. Menos embutidos, menos grasas. Todavía menos. Un whiskey al día y es como un bálsamo imposible, y aunque es tentador, también está sujetado a una moderación implacable. Ansiolítico todos los días (el placebo, el dormidor, el aniquilador), hasta que se acabe la receta del médico. Tengo la esperanza de que la pastilla de los triglicéridos no es nada amable y que esto, en realidad, es la queja de mi cuerpo y los cambios repentinos. Mucha gente me ha preguntado cómo estoy, cómo voy, cómo le hago. Digo la verdad: bien pero todavía hay algo en mi pecho y como en algún cuento que escribí de un hombre que masticaba la tierra… “ya se le pasará, joven”.