Los cuerpos transmutaron. Los brazos se tornaron en serpientes. Los gorgones se atacaron los cuellos hinchados, dispuestos a envenenarse, sacarse sangre. La consciencia de Mateo estaba perdida en la orgía quimérica. Los gusanos salieron de la tierra, mordieron los pies deformes de los actores y los alacranes recorrieron sus espaldas, sus brazos. No habrá descanso para los enamorados, ni para los viejos. ¿Podía confiar en sus ojos, en sus sensaciones? Los amorosos son locos, sólo locos, sin Dios y sin diablo. No, no lo creía. Dios y el diablo estaban mirando en la oscuridad el milagro de los cuerpos deshechos, inquietos y consumidos. El amor es veneno que se toma y colma la sed. La criatura que era Mateo tomó de la cintura a la criatura que fue Dalila (quizás era ella) y las pieles se fundieron. No somos la máscara de un hombre, pensó la criatura, sino la máscara de un concepto.

—¿Qué nadie entiende que es una metáfora? —gritó un hombre en la oscuridad.

Nadie pareció en tenderle, en especial el tumulto de brazos, de piernas y de sexos que se mezclaban como un rompecabezas, una esfera humana que obedecía a un ritmo y una repetición misteriosa, a una unión confusa de sexos, espirales orgánicos de jugos y de sudores. El Círculo de los Amorosos estaba a punto de completarse, de hacer la voluntad del amor hecha carne. Sólo aquel hombre solitario que quiso interrumpir el juego con su pregunta sintió lástima por ellos. Los otros espectadores, aún sumergidos en la oscuridad, estaban al borde de sus asientos y cada uno de ellos, a su modo, pensó en la pureza del amor gracias a la estatua retorcida que tenían en frente. Y Mateo era uno de ellos. Pero no hay amor sin regreso, diría un humanista. Es cierto que el amor nos cambia, que nos hace otros, pero también sobrevivimos a él, regresamos de la locura con cierto aprendizaje.

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