Anoche vi “The Babadook”. Me asustó. Me gustan las películas de terror y no suelen asustarme fácilmente, pero esta sí. Algunos dirán que no es para tanto, otros estarán de acuerdo conmigo. La historia juega con un miedo primario: si la madre no nos quiere, si somos insuficientes para ella. No sabemos que está mal en nosotros, por qué somos así, por qué no podemos ser mejores para ella.

Quizás, especialmente, nosotros los hijos de madre soltera (o de madre viuda) podemos entender de qué va la película y de qué depende para asustarnos. Cuando el niño y la mamá se comprometen a protegerse de los monstruos es un diálogo que sostuve imaginariamente con mi madre, durante muchos, muchos años. Ahora soy un adulto, entiendo mejor muchas de sus decisiones pero no hay de otra, ambos crecimos y cada quien hace lo suyo. El monstruo se ha ido, no hay qué protegernos de nada ya. ¿Y si no? ¿Y si ella fue reemplazada por algo monstruoso? ¿Y si el monstruo soy yo?

Hablemos del sonido de la película. Cuando empecé a verla, noté que el sonido estaba bajo, cada vez más bajo, y un poco más bajito. Mi primer impulso fue subirle el volumen al televisor hasta que pudiera escuchar las voces. Entonces caí en cuenta: lo del volumen era a propósito. La película estaba jugando conmigo, me obligó a cambiar algo, una respuesta física muy sutil y esperada: moverle al control, como abuelito. Si uno hace eso, es para aventarlo, o para cambiarle de canal, o para bajarle a los comerciales, o para ajustar el contraste de noche… pero así, como si nada, la película de horror hizo que yo le subiera el volumen. Cuando caí en cuenta, regresé el volumen a su número original. Lo mejor era verla, leer los subtítulos y esperar a que el primer gran ruido no me diera un ataque cardiaco. Qué gran manera de jugar con la cabeza del espectador.

Sin embargo, en algún momento me pareció graciosa: cuando el niño se defiende de The Babadook, fue como ver un remake de Mi pobre angelito (Home Alone 1, 2 y 3). Se perdió el susto pero persistió la promesa, un alivio para respirar y reír un poco: el humor, la imaginación, pelear es el único modo de vencer a los monstruos. Eventualmente se reveló que ni el niño ni la madre tuvieron la culpa. (Ah, me gustaron las escenas del desvelo y del televisor. Cuántas horas no las pasé así, pensando en mi familia, en mi madre, en el futuro, en las muchas posibilidades). Al final, recibimos el juego del libro que nos entrega una verdad a medias, una explicación que podría bastar para una imaginación retorcida o para los realistas: el monstruo todavía vive en el sótano.

Recuerdo el plato de comida para la criatura. ¿Por qué le seguirá dando de comer? ¿Acaso es inevitable? ¿No lo escuchamos pero el monstruo sigue ahí, dando vueltas, rascando las paredes, masticando los sobrantes de un alma? Ah, es raro pero la película juega con dos reglas que habían perdurado en el cine del terror: las muertes explícitas del niño y del perro (aunque sean espejismos, falsedades). Vaya. Me da muchísimo gusto saber que alguna de estas noches tendré pesadillas con esta película.