Como este año fui más consciente de mi propia mortalidad, me fue más fácil pensar en la tristeza inadvertida de los otros. Porque todos estamos tristes, para algunos puede ser dudoso pero si escarban lo suficiente, encontrarán que es difícil negarlo. Vivimos bajo cielos limitados y absurdos, poblados de nubes o de smog, qué se yo. Si lo caché mordiendo su taco al pastor, perdóneme, pero es que hoy no puedo pensar en otra cosa. La noche cholulteca está difícil pero encantadora: vastos fuegos artificiales iluminan los cielos, resultado de alguna de sus 180 y pico de iglesias, y los perros no dejan de ladrar por los súbitos estallidos que hace felices a los niños, a los lacras, a los católicos y los abandonados por igual.

Excepto a los neuróticos. Esos que se jodan.

Imagino, entonces, al niño levantando la vista para contar los puntos verdes, amarillos, rojos. No lo sabe pero en su cabeza empieza a revelarse el misterio de los patrones, de la física, de los fractales. Quizás, algún día, ese niño se convierta en alguien brillante, en algún pilar de algún rubro de alguna universidad y eso le dará satisfacciones a su medida. Pero otro sueño se estará formando, uno inalcanzable, y pronto llegaremos a él. Mejor me espero a que le dé otra mordida a su taco. El niño (al igual que muchos otros) no puede aspirar a nada más. El único escape, la única diversión en la jaula que le estará permitida, serán esos fuegos artificiales durante el resto de su vida.

Todo niño mexicano puede soñar que es un astronauta pero ninguno alcanzará a serlo.

Nomás hay que ver las estadísticas: ¿Cuántas personas ha mandado México al espacio en los últimos 40 años? Ninguno. Rodolfo Neri Vela no cuenta, no se angustie. ¿Y México tiene planes para, algún día, participar de manera honrosa en la carrera espacial? Sabe. Hay unos proyectos de robótica donde los mexicanos siempre destacan pero, aunque es una tarea importante y reveladora (quizás México sea culpable de robots ágiles y mortales), eso no era lo que soñaba el chamaco que miraba los fuegos artificiales. Ningún niño mexicano, de esta generación, de las veinte que siguen, puede aspirar a abandonar el planeta por la sencilla razón de que a México no le interesa. Y por qué habría. Estamos tan ocupados con otras cosas: los muertos numerosos, por ejemplo, y los dedazos que señalan a los corruptos pero al final son sólo eso: dedazos. Es sabroso señalar a los culpables y es un pasatiempo que requiere tiempo, estudios, trabajo. Al final los niños que juegan a ser astronautas, como lo fui yo, son unos genuinos imbéciles.

¿Pero a qué puede soñar un niño mexicano? ¿Qué sueño le está permitido y le garantiza un camino satisfactorio, difícil, guapachoso? Bueno, supongo que puede aspirar a ser contador, administrador de empresas, empresario, arquitecto, ingeniero civil o alguna otra cosa francamente aburrida comparada con la imaginada, interminable y variopinta exploración espacial. Con suficiente pericia tendrá dinero para comprarse un buen home theater, un blu-ray y obtendrá una experiencia similar al sueño imbécil de abandonar la tierra: podrá ver Gravity, de Alfonso Cuarón, una y otra vez. También puede, según la última película de James Bond, aspirar a ser villano: a la larga es más fácil mantener una sutil conspiración a lo largo de cinco películas y disfrazarse de una Catrina de arte contemporáneo. Es más fácil que ser astronauta.

Mientras tanto, Cholula sigue disparando cohetes y yo, cuando no salto de angustia, recuerdo mis sueños. Cholula dispara cohetes y yo quiero salir volando. Ningún taco al pastor me salvará. Recuerdo cuando leía mis novelas de ciencia ficción y suponía, soñaba con que los científicos ya nos estaban llevando para allá, pero a la humanidad como especie, a la humanidad entera pues, qué iba a importar la nacionalidad: mexicano, chino, ruso, gringo o árabe; da igual. Y soñaba con que alcanzaría, algún día, a ponerme un traje espacial. Rumiando por aquel sueño perdido, he tenido algunas esperanzas de que otros niños lo alcanzarán por mí. El asco de depositar los sueños propios en los otros pero también es un consuelo, es necesario para una vida rutinaria y común, pero lo veo también lejano. Ninguno de los niños que he tenido entre los brazos pisará, ni siquiera por accidente, las dunas de Marte. Quizás olvidé una verdad inalterable de esas novelitas: el peor enemigo de la humanidad es la propia humanidad.