Las hamburguesas del judío: nunca entendí bien a la abuela. Vivo completando los pedazos. Creí escucharla decir que su receta se la había enseñado una familia de judíos y al robársela, le quitó el camarón. ¿Quizás se refería a un polvo de camarón en la carne molida? Todavía más difícil trabajar con la idea de que la carne contiene una mitad de cerdo. Uno supondría que los judíos felices, poseedores de una humilde sirvienta, no se complican. Por qué habrían de preocuparse por el reto del cerdo, apostarle a si es kosher o caballo en los mercados de la Ciudad de México. Cuando llegué con ellos fue la primera vez que escuché a Mozart, dijo la abuela. Quisiera ser sincero y decirles que uno deja de inventar a sus viejos cuando están muertos; ellos quedan suspendidos y su memoria se graba en piedra, pero no es así. Creo, tengo miedo, de que la memoria de los abuelos, de los padres y los amados, también es mutable y sirven a una ficción personal e inevitable. La historia nunca es la misma.

Una torta de tamal y champurrado: se alimentan de pura masa y manteca, decía, casi puedo escuchar su voz, por eso están gordos. Masticas maíz envuelto de maíz y bebes maíz. Un gordo le dijo a un gordo. Extraño, sin embargo, los tamalitos dulces de mi infancia, aquellos del mercado. No todos los tamales rosas saben igual. Eso es una frustración y un misterio. También extraño los sopes del Kennedy, en la Balbuena, cuando vivía en México. Busqué su sabor como desesperado en otros mercados, calles y esquinas, pero terminé por resignarme. Entonces me mudé a Puebla. Puebla es un baldío para el imaginario garnachero del chilango: las tortas, los sopes, los tacos de suadero son reemplazados por versiones retorcidas de lo mismo (las cemitas, los molotes y los tacos árabes). Las manos del mexicano y sus mil versiones de la masa y de la carne, de la grasa y la manteca, tan amplias como las mil y una noches. Es casi lo mismo, casi, pero no puedes engañar al corazón, no siempre, no así.

La fórmula secreta de la Coca-Cola: cuando no existía el internet y las verdades alternas, una de las pocas fuentes de datos curiosos y vivificantes eran las revistas de Ripley, aunque usted no lo crea. Había gente que gracias a esas revistas se prometía no morir y se creaba objetivos, como viajar para confirmar si todo lo que decía la revista era verdad. Netflix y YouTube nos han robado las dudas, es más fácil no-viajar y quedarse con la ilusión del viaje, pero eso es otra cosa. Cada tanto, Ripley actualizaba a sus lectores con la anécdota de la coca y su fórmula guardada en una bóveda a 300 metros bajo una montaña. Era fácil aceptarlo en ese entonces: una montaña para resguardar el secreto de la compañía más deliciosa del mundo. Ahora parece que nos empeñamos en hacer de la azúcar algo obsoleto, ya sea porque el azúcar mata (!) o porque los políticos descubrieron un impuestito más. ¿Cuánto tardará en morir la melancolía por los comerciales del argento negro?

El calor de los sartenes de hierro: no sé cuándo empezó mi obsesión por ellos. Quizás un día leí que eran pesados e infinitos. Un día me dije: puedo ser alguien que ya no se preocupa por dejar sin teflón a su vida. Sí, claro que sí. Me uní al culto. Compré un par de sartenes y empecé a utilizarlos para cocinarlo todo: verduras, carnes, huevos, hamburguesas y quesadillas. Entre más los uso, más percibo mi relación con el fuego y la cocina, y la necesidad de entender mejor ese proceso necesario, vital, del sabor y la textura. Me he descubierto sazonando las carnes no sólo con especias, pero con vino tinto o aceite de oliva y una cantidad obscena de hierbas. He modificado, como un hereje, la receta de hamburguesas que mi abuela le robó a unos judíos buscando un mejor sabor para complacer al dios del hierro. Uso mantequilla para el sartén y abro una de las setecientas puertas a la felicidad. La parte que más me gusta es el mantenimiento; después de usarlos, hay que lavarlos con agua hirviendo y secarlos inmediatamente, de preferencia con más fuego y luego, mientras hierven, hay que echarles un chorrito de aceite, distribuirlo bien, para que este penetre los poros y el sartén adquiera un poco de textura, como un proceso de sanación. Maneras de sentirse hombre.

Una comida sana: muchas verduras, poca proteína y una cantidad ínfima de embutidos. Cuenta las tortillas y disminuye el pan. Desayuna frutas, un poco de queso y si es posible, algunas almendras. De postre cómete un gansito, uno de 99 calorías. Se puede vivir bien toda la semana, sin extrañar sabores ruidosos y grasosos y sin que joda la memoria del paladar. No te angusties, todo es salvable con la cantidad correcta de pimienta, sal y caldo de pollo. Pero eso sí, a la primera hora del sábado vete por unos tacos.

Publicado originalmente en La Jornada Aguascalientes.