Mis últimos años fueron inusualmente largos y complicados; caminé sobre la sangre de un muchacho asesinado, me dieron ataques de ansiedad y taquicardias, dormí a mi perro y me acusaron de robarme un dineral en un drama familiar. Por estas cosas he vivido encogido de hombros entre la perplejidad y la angustia, y siento una enorme responsabilidad moral de seguir riéndome de la desgracia. Sobreviví a la ansiedad (quién no), dejé de fumar, bajé unos 30 kilos. Después de días de pesadillas, y de soñar con las calles angostas y laberínticas, manchadas con manos rojas, que recorría junto a mi abuela para ir al mercado y atender un puesto de zapatos que casi nadie visitaba, me despertaba y me reía porque la vida, engañosamente, parecía el argumento chafón de una película de Guy Ritchie. Me preguntaba de dónde había salido tanta sangre y tanto rencor. Me río mucho a pesar de estar bien cogido, de otro modo perdería la cordura.
Noticias pasadas: Josefa, mi ex-jefa y compañera, murió de cáncer de mama y empecé a extrañarla, su último mensaje en Messenger fue pedirme un favor pero nunca me dijo qué. El mensaje sigue ahí, como el anuncio de un fantasma, una sombra de otra vida, la duda del siglo que no se resolverá rascando una tumba. Otra pequeña tragedia: dormimos al perrito de la casa, Killer Boca Chueca, por viejo y descompuesto; le dio un ataque cerebral y empezó a caminar de un lado a otro, juguete de pilas que se ha roto, perdido, sin comer ni beber. Ciego, en el mundo de sombras, sin sentir el sol o la frescura del agua en sus narices. Sol, un poquito supersticiosa (y yo que le creo), suele decir que el perro detenía nuestra tragedia biológica, la de ella un apéndice y la mía, descubriríamos más tarde, el linfoma de Hodgkin. El Killer era un hijo de perra metafísico, un amuleto.
Mi madre se mudó a mi casa por nueve meses y tuvimos largas charlas; aproveché para decirle que estaba harto de ella y de toda la familia. También tuve el atino de decirle que la quería y que algún día podría perdonar. La única relación verdaderamente dolorosa es la que hay entre una madre y su hijo; otras relaciones son un gozo y placeres y risas, claro, uno que otro drama pero pasa, un buen día puedes cogerte lo que odias o te cogen por odio y luego de la venida, la vida se ha solucionado, el tao es el verdadero tao, el corazón tendrá su peso correcto en la balanza. Sólo Edipo tuvo el placer de hacer esas porquerías con su madre y creo que jamás sabremos la verdad: si eso lo resolvió todo.
Mi madre tuvo cáncer. Mi abuela también. Una ha sobrevivido décadas y la otra murió en un instante (aunque tengo la noción de que vivió con esos tumores mucho tiempo, por años la escuché rumiar el dolor y masticar analgésicos cual si fueran dulces. Su cáncer no se comporta así, ya me corrigieron porque no perdí la oportunidad de mencionarlo y preguntar, pero poco ha importado porque la memoria es un infante necio e imaginativo. No tengo remedio: siempre creeré erradamente que ciertos comportamientos son culpa de algún tumor, el monstruo infeliz). Y ese par de tumores y sus pacientes consecuencias, derivaron a una serie de momentos incómodos, por ejemplo: largas charlas con la madre para decirle que estaba harto de la familia y sus chinguitas de ocasión. También me hicieron entender, cómo se verá más tarde, que como un testigo del cáncer… en realidad no sabía nada del mismo. Es cierto que la familia también enferma, pero padecerlo cambia las cosas (eso lo escribiré en otra ocasión). Lo sospechaba, pero ahora me parece una verdad inexorable: la enfermedad, igual que la vida, es un árbol y las ramas rasgan partes inesperadas de nuestro tiempo, abren heridas, se instalan ahí y uno no puede menos que mirar. Desde niño estás condenado a los odios de tus padres, de tu familia. No sólo heredas los gestos y las risas, pero también las enfermedades y la peste. También hay amores y felicidad. Sí que los hay. Si no, habría tomado el atajo para ahorrarme el entrenamiento de nadar en esta jalea de basura y resentimiento.
Quería escribir cómo me enteré del linfoma de Hodgkin, pero es necesario el contexto: si no amara mi vida, o las posibilidades de la misma, como el perdón, el deseo y el gozo, jamás hubiera tenido el valor de iniciar este largo proceso de investigación y curación. Todavía, antes que el cáncer, no habría adquirido una disciplina tenaz para correr, comer mejor, abandonar el cigarrillo, poner en orden el cuerpo para controlar la ansiedad, la tristeza, el dolor.
Para olvidar y perdonar, empecé a correr todos los días (oye amigo lugar común). Las chingaderas de trabajar el perdón, mae, y como pilón, bajar los chicharrones de más. Dos kilómetros, tres kilómetros y cuatro kilómetros. Tiraba los dados y elegía una cantidad de kilómetros y décimas al azar. Corría bajo la lluvia y bajo el sol. Corría detrás de las muchachas en shorts y pensaba en el barón de Charlus, en la perpetuidad del deseo y en la juventud del cuerpo, en su candidez y su extraña bondad. Releía Proust en mi memoria mientras corría, y también a Cortázar y a Ende, y miraba el vaivén de algunas nalgas jóvenes. Óyeme pues, año y fracción sin fumar, de algún lado tenía que buscar mi dopamina (no sólo de amores y de tragar garnachas se vive) y saciar mis fijaciones orales.
Lo bueno de correr es el motor físico: no te da tiempo de intelectualizar, de rascar de dónde vienes. Correr es huir y avanzar, la construcción constante de una meta sencilla que cualquier cuerpo puede obedecer. El trofeo es engañoso, bobo a veces, pero vital. Distinto a la escritura, por ejemplo, donde uno tiene chance de borrar y cambiar, cambiar, cambiar. Uno puede masturbarse en la escritura (oye amigo qué onda con la imagen). Al cuerpo en su forma básica no puedes engañarlo: corres de principio a fin, es lo que aprendes, es todo lo que debes hacer. Pildorita. Empecé a saludar a los corredores habituales como si fuera parte de una tribu, como si hubiera conseguido el acceso a un club secreto y necesario. Claro, me sentía muy satisfecho conmigo mismo, después de ser aquel muchacho huevón de dieciséis que caminaba por Cuemanco durante horas porque se cansaba fácil, porque no quería estar en ese preciso lugar de su historia y su contexto.
Se me ocurrió que así podría vivir el resto de mi vida: correr al tiro de los dados junto a mis cuates invisibles, mis mejores amigos: los corredores borrosos; pasear a la perra nalgona de acuerdo al péndulo de sus largas orejas; pagar mis deudas para endeudarme un poquito más y escribir una o dos horas al día, sin pedir más becas o perseguir concursos ridículos. Hice consciencia de cuánto amaba mi trabajo y mi rutina. Correr para dejar atrás a la familia, a la madre, al muchacho asesinado, la sangre de Josefa, las manos rojas del mercado, el asalto, la ansiedad, la satisfacción nunca obtenida por estar aquí, estar aquí. Me sabía, después de todo, bendecido. Piolines.
Relectura del Bushido. Episodio de BoJack Horseman. Un poco cada día y será mejor | visualiza tu muerte de todas las maneras posibles para estar preparado. Déjalo todo atrás. Invitaba a mi esposa a correr, o a mi perra de caderas cubanas, pero sobre todo corría en soledad porque necesitaba poner las cosas en su lugar preciso, las mazmorras del palacio de la memoria, y empecé a tener la ambición de deshacerme de las células podridas, abrir la puerta de una vida extraña, una vida relajada, el prospecto de una vida suspendida en paz y entretenimiento. Siete años para dejar a algunos de mis monstruos atrás.
Pobre pendejo.
Pobre pendejo, sí, pero correr me salvó la vida. Al menos, dejando de lado los engaños y las mentiras de la dopamina, puso el dedo en el corazón y en el pecho. El cinco de octubre del 2017, un día que me sentí particularmente fuerte, corrí más de lo habitual. Quise lograr mi primera marca de 5 kilómetros. A pesar de la tos me fui de largo y cuando me detuve, no dejé de toser. A partir de ahí tomaba y dejaba de tomar paracetamol y antibióticos. Durante meses mi vida fue una larga gripe con cambios de voz, fatiga y una ronquera inusual. Cuídate esa gripa, me dijeron una vez y yo pensé: no vaya a ser cáncer.
El doce de diciembre, la guadalupana bajó del monte y me hizo un favor, un día después de mi cumpleaños; sentí un dolor inusual en el pecho. Esa mañana me hice una radiografía y días después, alguien escribió la palabra “tumoral” en su interpretación. Quizás, gracias al Bushido, puedo escribir esto y lo que sigue de una manera tranquila. En las próximas semanas, escribiré del proceso, paso a paso, no para entender cómo llegué aquí, tampoco para describir lo que es la enfermedad, sino para aceptar en lo que me convertiré cuando esto termine (todavía muy optimista, por cierto). Hablar del cáncer para abandonar el cáncer, para asimilarlo y digerirlo, hablar de aquello que se ha quedado conmigo. Ya lo dijo Spike: no voy allá para morir, necesito ir para ver si sigo con vida.