Hace unos días escuché una rola de Bowie que no suelo escuchar (cygnet committee). Y al escucharla, pensé en él, casi a sus 70 años, rodeado de su familia para despedirse. Familia. Vagamente recuerdo la última sesión de fotos con su esposa y sus hijos (o quizás la estoy inventando, últimamente me tomo una flagrante libertad para rellenar espacios en blanco cuando noté que mi memoria podía quebrarse); alguno de ellos vestía amarillo mostaza, creo que todos usaban sombrero. ¿Todos? Una esposa, quizás un hijo, quizás un nieto. ¿Puede dios tener nietos? Se veían hermosos, pero lejanos, como esculturas exacerbadas de seres divinos. Cuestiono mi relación con estas imágenes, mi asociación con ellas porque nada debe ser sagrado, especialmente las emociones del fanático. Letrero neon de juego cyberpunk: “No permitas que te secuestre el ruido, hermano. Lucha”.

En unos días viajaré a la Ciudad de México para que me hagan algunos estudios y me digan que todo está bien, que sigo en remisión. No dudo de ello porque me siento distinto, me siento sano y tengo cabeza para ver las diferencias. O quizás, si no todo está bien, he alcanzado una claridad sobrenatural. He logrado el mejor truco de todos: engañarme (agarré maestría en eso el último año, algún día les contaré todo lo que vi en el otro lado). Siempre he sido un poco paranoico y masoquista y no tengo miedo de contemplar el peor escenario. Quisiera hacer más chistes de cáncer pero no estoy de humor. Los agoté todos. Hace unos días escuché a Bowie, pensé en él y esa tarde me puse a llorar como si hubiera perdido a un mentor muy cercano cuando, en realidad, no hace mucho solamente me sabía tres canciones. La ficción del fanático, la devoción del oyente. Algo me hizo Cygnet Committee, aunque también me parece torpe y cursi, un berrinche de artista. Y qué artista.

Me siento incómodo sólo de pensar en la canción y escudriñar sus latidos en mi cabeza.

Esta noche recuerdo a mi tío. Si pudiera prendería un cigarrillo y en vez de escribirlo, sólo pensaría en él y después del tren, a dormir. Pero mi cuerpo ha rechazado todos los vicios, se programó un budismo temprano por mamón y sólo me queda seguir explorando, entrar a la cueva para ver qué animales encuentro. Aquel tío solía decir que no se preocupaba por mí, que yo era una buena inversión para el futuro de la familia (qué ganas de haber nacido en la familia del Padrino, o la de Slim, pero comentarios mamadores ocurren en todos los niveles socioeconómicos; nadie está exento), nomás había qué comprarme un par de camisas y un rastrillo y una buena educación.

Gracias a mis treinta seis años y que aproveché amplias oportunidades para contrariarlo, hoy puedo decir con cierta satisfacción que logré la mejor broma de todas. No pagó ninguna escuela, ni siquiera la sesión de fotos a la Bowie en sus últimos días, pero sí tuvo opiniones muy puntuales sobre dónde debería formarme. Además invitó las arracheras. Mi madre hizo caso porque era listo y el par de emprendedores me metieron a una buena escuela. Me corrijo: es listo. Quizás es el hombre más inteligente que he conocido en mi vida, un genio inigualable. Así acabé con los maristas (felices y chingones e hijos de puta, algunos, no todos).

Me pregunto, si cuando supo que estaba enfermo, prendió un puro, golpeó la mesa y exclamó, un tanto enfurecido: “aposté mal. Toda la inversión a la basura. Me salió más caro el caldo que las albóndigas. Traigan al siguiente muchacho”.

Sabía que podía colocar el chiste en algún lugar. No hay moraleja de culpa o de perdón, no se trata de eso. La vida está programada y algunos patrones son invencibles, inevitables. Un algoritmo, el árbol de decisiones humano y sus variables que no son tan caóticas como nos gusta imaginar. Recuerdo la familia, enciendo este cigarrillo imaginario, ya anticipaba muchas discusiones estériles que aún, décadas después, todavía me persiguen y me enfadan por el tiempo desperdiciado. Creo que la culpa y el perdón son sentimientos mezquinos, estridentes y finalmente superables. De cualquier modo, si ya tengo una secuencia de eventos que me trajo aquí, por qué no reírme, por qué no exagerar los momentos, por qué no navegar en el algoritmo o estirarlo un poco. De algo tiene que servir.

He recuperado las noches, no importa Bowie, o unas células traviesas, o unos tíos mamadores. No ardo en deseos de bromear, pero tampoco quiero destruir cosas. Las noches son moderadas, un vaivén de música que me ayuda a sanar; no todo el tiempo lloro o río cuando escucho la canción para el desvelo, a veces sólo muevo los pies e imagino todavía que puedo aspirar el humo del tabaco. Esta es una de las verdades que siempre me traen de regreso a este lugar, me dan sosiego y me ayudan a superar cualquier paranoia, cualquier dolor, cualquier inexorabilidad de ocasión. El mundo está abierto, todavía puedo caminarlo o dormir en él.