Me da gracia ese término: “autocuidado” porque parece de ocasión. En los ochenta, durante la marea roja de los comerciales de los optimistas, me parece que el mismo monstruo se llamaba: “autoestima”. Pero hoy en día, si uno se autoestima en exceso, posiblemente hasta el cielo, vendrá un dios de cobre modelado como Alfredo Adame, te pondrá unos boxers rinbros para hacerte calzón chino y te desterrará a la tierra de los vencidos, donde depositó alguna vez a Carlos Trejo. Por eso ya achicamos el concepto y le cambiamos poquito el nombre, la gente de merca ha localizado la acción adecuada para seguir distribuyendo estos discursos endulzados y vender bolsas ecológicas: cuidarse. Auto cuidarse, lo cual consiste en mimarse después de que la vida nos ha vapuleado. No todo puede ser trabajo; deudas; la angustia existencial de quién nos cuidará de viejos; cuánto mundo estamos dejando para los hijos y para los nietos; si van a pagar los AFOREs o en realidad es el próximo fraude masivo para hacernos bien pendejos.

Si una cajera me habló golpeado el día de hoy, o si siguen llamando a mi casa para localizar a una deudora llamada Nayeli Cartas (sic), no puedo abandonarme a la depresión, al desasosiego. Hay helado en el refri, las cobijitas están calientitas gracias al perro, el Netflix está pagado por lo que resta del mes. Vamos a consentirnos y limpiarnos de toda la mierda. Quizás en unos treinta años, empezarán las campañas de “cuidado con el autocuidado, un exceso puede llevarlo a la muerte o a una demencia senil temprana. Si en verdad ama a sus hijos, cuídese menos”.

Pero abandonaré la burla para hablar de un ritual que sí me gusta: rasurarme. Muchos años dejé de hacerlo porque no tenía dinero para la espuma, tampoco dinero para los rastrillos y sacando cuentas económicas y temporales, pues mi libertad económica estaba muy lejos de ser posible, decidí que era más fácil comprar una máquina rasuradora para el cabello y la barba. Sí, antes de invertir en mi hermosísima Wahl (comercial no pagado), intenté como pude seguir el ritual: escuelas de corte de cabello, rastrillos baratos, racionar los días de espejo, etcétera. Desde muchacho, cuando me salieron los primeros tres pelos en el cachete, disfruté el rito de ponerme frente al espejo, llenarme la cara de crema para disfrazarme de payaso, un mimo, el Joker (alerta, alerta, masculinidad tóxica, will robinson) y después pasarme la navaja para descubrir la piel y dejarla suavecita. Supongo que esta acción es similar a maquillarse; acercas la mirada para verte los poros, te aseguras de que has segado todos los pelos, te vuelves meticuloso con el propio rostro, la proyección que preparas para los demás o para ti mismo. Narciso interior o exterior. Luego el placer de mojar la navaja, golpearla contra la porcelana y pasarla por la cara una vez más.

En algún momento, después de clavada la mirada en el espejo, entiendo el ritmo de mi propia respiración al crepitar de la navaja contra la barba. El reflejo, hasta entonces, estaba perfectamente sincronizado con mis movimientos. Puede que se confunda un momento y si yo aprieto la navaja cuando no debo hacerlo, en el ángulo incorrecto, lo veré sangrar mientras sigo, felizmente, pensando en las ramificaciones de carne nuevas y profundas que han nacido del sol y las edades; veré arrugas y lunares nuevos, mientras el otro se pasa una toalla para limpiar la herida y luego haremos como que no ha pasado nada, como que somos el mismo, hombres duplicados frente al espejo. Rasurarse es estudiarse, compararse con el tipo que está enfrente, quien posiblemente vive unos segundos en el futuro o unos años en el pasado y aunque trata de secuestrarte, robarte para hacer el intercambio al mundo de espejo, se distrae con su propio rostro, su propio doble, y debe, a como dé lugar, imitarte perfectamente porque no puede resistirlo: está condenado a ser partícipe de la misma obra.

Para terminar, me alegra ponerme algo de loción en el rostro para entrar a los salones del dolor. Un poco de ardor para el masoquista. La loción es lo de menos, algo barato como el agua que venden en Sanborns. Es una peste parecida a una naranja o, si eres muy inventivo, quizás huele a vitrinas que resguardan antigüedades; suficientemente agradable para olvidarse de algunas tribulaciones del día o bien, para encararlas taimado, como un alfil o como un perfecto Gutierritos mientras piensas: “ojalá el jefe sepa que huela rico, ojalá me escoja a mí”. Pero no te creas, si encuentras a la hija millonaria de Slim, no la vas a engañar con el tufo de sus propias tiendas. Qué importa. Tal vez es sincero, pero definitivamente inútil, porque las dos tareas principales de la vida: trabajar y escribir, se hacen en casa y los olores sencillos y placenteros no viajan mucho, aunque siempre están conmigo. Dejo de mirar y de pensar en otro, voy por la toalla, me lavo y echo otra miradita para que no haya algún pelito rebelde por ahí. Apreciación de las sombras, la vejez y los infinitos tiempos. Sonríes para retar al otro lado, te burlas del transmundo y entonces la última pregunta, si haberse limpiado el rostro lo hará uno acreedor a algo: un escupitajo, un beso, los rayos uvb, la mancha de catsup cuando devores el mejor hot dog del puto mundo.