Los soles

Vivo en un lugar de mucha luz, siempre está iluminado. Las ventanas son grandes, hay techos abiertos y domos, el calor de Cholula se siente como las mil agujas. No es algo rico, es un maldito castigo. He aprendido a huir de las primaveras y los veranos, al menos en mi interior, en la mente, procuro irme de viaje a lugares más frescos; me tomo una chelita y veo gente guapa y semidesnuda bamboleando sus ricuras sobre la arena. Para Cholula, he comprado sombreros de paja, entre campesinos y chinos, para hacerme una sombra que me ayude durante las caminatas. Pero después vienen los vientos, y los sombreros se caen y me arrepiento de media vida. Decididamente, a través de los años, he llegado a la conclusión de que los lugares de calor se alejan totalmente de mi infancia, y significan la vida adulta, la madurez, la esposa y el perro, las deudas, el conteo de pasos para tratar de tener una vida saludable, la falta de respiración por la gordura o los triglicéridos o un ligero, ligerísimo, ataque de ansiedad. El calor también significa la tumba de mis libros, las mañanas de ciertas sonrisas porque así me quieren y las emociones de unas patas gordas que me saltan encima, y me empujan como si quisieran tirarme —soy esta Torre de Babel—, porque ya vamos a salir a caminar. Son el calor de mis dos computadoras en la oficina, la de trabajo y la de videojuegos, encendidas al mismo tiempo, leds que parpadean con un fulgor tecnocrático, y concentrado el calor en la habitación, mi espalda sudada; he encontrado un lugar para hacer raíces. Mi piel está reseca pero debo admitirlo, es en los soles donde he encontrado la permanencia. A veces extraño las sombras de mi infancia, pero sería un mentiroso si digo que quiero regresar, porque aquella infancia también es una abundancia de mentiras y solo vale perdonar a los ingenuos, gentes que son ficción y memoria: la familia, los amigos, tú mismo en una casa de espejos. La infancia de sombras reconfortantes también representa aquellas mudanzas de precariedad y pobreza, realidades que no se reviven, que son inalterables. La infancia es una droga muy extraña; parece que quieres volver, pero si uno le rasca demasiado, salen las cochinillas, las arañas y los caras de niño de la tierra.

Las sombras

Ahora que vivo encerrado, como muchos otros, me acerco a las esquinas de mi casa y aprecio las fugas de luz, las perspectivas, cómo se desarrollan los gradientes de color para generar variaciones en el color. Esto es la realidad, me digo, como si jugara al podcast de Midnight Gospel. Hipnosis del turista accidental, mindfulness del encierro. Una vez que estuve muy enfermo, descubrí que cuando cerraba las cortinas y me hundía en las sábanas, me era muy fácil dormir y soñar no solamente con la infancia, pero con los sueños de la infancia. Es decir, la imaginación infantil, pura y caótica, que era capaz de generar cientos de historias absurdas como un entretenimiento barato, fácil, pero vital. La droga de la infancia es la imaginación que tenías en aquel entonces; la niña de los fósforos encontró, mirando las sombras a la luz de una caja de cerillos, un banquete de abundancia. Camino unos pasos, me hundo en una sombra y he llegado a otra parte, donde mi familia se está carcajeando, se la pasan bien, miran juntos la televisión mientras cada uno de ellos huye de su propia adultez y yo genero mi fetiche por el ruido blanco, el que me transportará a las noches desveladas en las que pensaba: tengo qué hacer algo, tengo qué hacer algo porque no puedo estar así nomás, tengo qué leer algo o escribir algo o jugar algo, si no duermo, al menos tengo qué vivir el sueño. Mientras duermo, hundido en las sombras de la habitación, empieza el sueño donde puedo ver a ese niño, y saludarlo, y contarle alguna historia mientras él me regresa otras, unas que creía estaban al fondo del cajón. Así me desvelo, así duermo, así sueño, todo bajo las sombras.

Las noches

Voy a confesar una cosa: sé exactamente el momento en que dejé de ser un niño para convertirme en un muchacho. Atraviesas un umbral y te transformas en una bestia babosa manipulada por el deseo. Y quizás toda nuestra vida, tristemente, trabajaremos en controlarlo, convertirlo en otra cosa, entrenar el cuerpo para ser de utilidad, aprender tareas, un oficio, leer libros, estudiar un idioma o literatura griega, porque somos hombrecitos, pero hombrecitos ilustres. Quizás hay señores más respetables que uno, yo nomás no, todavía me cuesta trabajo, aunque algunos días consigo un ascetismo de fotografía o, mejor dicho, de retrato medieval que me parece envidiable, ejemplar. Pero siempre que deseo a alguien, una tuitera furtiva o una estrella de televisión, recuerdo aquella noche, cuando la madre Juanita decidió convocar a los padres a una junta familiar y yo me le pegué a mi madre y mi abuela como una rémora. Moría de curiosidad. Quería explorar los terrenos de mi secundaria (técnica número 37 rafael dondé para servirle a usted y a dios, adiós, dominicas hasta el final) de noche. Traje conmigo un balón de basketball y me encontré con Cynthia. Éramos los únicos dos muchachos. No hay historia entre nosotros, y hogaño no tengo empacho en inventar alguna, pero aquella primera noche fue de verdad y la recuerdo muy bien. Jugamos basketball durante una o dos horas, mientras los padres y las monjas tenían su junta y se hablaban sabe qué cosa. Fue una partida muy difícil, especialmente para un niño gordo que no dejaba de verle las piernas y los pechos y el cabello largo mientras corría de un lado de la cancha al otro, y me retaba, me decía: “órale, qué no vas a meter una”, y yo de pendejo nada más corría, como perrito, tratando de arrebatarle la pelota, mis manos infantes y torpes apenas apretando su cadera (dios bendiga a los niños reguetoneros), pero es que prefería mirarla, saborearla internamente. Evitaba ser brusco con ella, mientras ella se permitía toda la brusquedad que uno siente se puede disfrutar contra los cuerpos grandes. Me pregunto si también ese fue inicio de otra vida erótica, una que estuviera más lejos que la mía. Quizás. La vida literaria te permite recoger ideas o imágenes para definir algún concepto, por ejemplo, se dice por ahí que el deseo puede representarse como un carro tirado por dos caballos. He abandonado dicha imagen para pensar en el deseo como aquel niño gordo que juega basketball, y lo juega muy mal, por perseguir a una chamaca a la que nunca se animó a besar. Que me perdone Cortázar y su cuento de la escuela de noche.

Publicado originalmente en LJA.