Quiere tocarme pero me alejo de él. Otros me toman. Caras negras y dientes blancos, blanquísimos, siempre sonrientes. Rozan mi cadera, la empujan y doy vueltas. Mis pies tratan de conservar el equilibrio pero resbalan, se recuperan, danzan. Me río, no puedo contenerme y eso me aterra. El sudor empapa estas ropas extrañas que él ha escogido para mí.

—Esto se llama falda —dijo—, y se mueve bien con el jazz.

Al ritmo de la trompeta y del saxofón hago que la falda dé varias vueltas más. No sé lo que haré con las palabras nuevas cuando regrese a casa. ¿Y si un día se me escapan, durante la tristeza, cuando quiera recordar dónde estuve? ¿Cómo voy a explicarle a mis hijos lo que es una trompeta, una guitarra, un theremín?

Quiere tocarme pero los otros me arropan y me jalan con sus manos. Los humos apenas ocultan nuestros bailes, nuestros infinitos bailes, sometidos al ritmo de la banda que hoy toca para nosotros. No importa lo que diga él, no me importan sus deseos.

Yo quiero seguir ahí.

Entrelaza sus dedos con los míos, su mirada es la de un cachorro apaleado. Acaricio sus mejillas. Lo beso en la frente como a un niño. El sueño se acaba pronto. Cuando despierto, mi esposo está a mi lado: duerme sin culpas, sin deseos. Limpio con mis ropas el sudor de mi rostro.

Hace frío.

La felicidad es una ilusión.

Esto es la justicia.

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Tengo más allá de lo que una mujer puede desear. Repito la cuenta de los bienes: mi familia posee once mil animales y terrenos hasta donde se esconde el sol; además soy joven y mi cuerpo, aun después de parir a siete hijos, es carnoso y deseable. Mi esposo es temeroso de Dios; en nuestra familia no faltan las bendiciones.

—Debo tentarte. Es mi trabajo —responde el Adversario.

Sus ojos son sinceros y su voz arrastra las palabras con una calidez reprochable y enigmática. Se acerca a mí y roza mis caderas por encima del vestido. Me separó de él. Anoche me vio feliz y cree que puede aprovechar eso para llevarme con él. ¿De qué sería capaz un enviado de Dios para poseerme? ¿No es el deseo uno de los atributos únicamente humanos? Uso las preguntas para abstraerme y no caer en la tentación; una reflexión inútil que entorpece el vaivén de mis deseos; pregunto para ganar tiempo y huir de él en los momentos precisos.

—Poseo todo lo que necesito.

Insiste y volvemos a interpretar la misma pieza. Mis pies no pueden evitarlo: me alejo, se aproxima, se impone, me río sin burla, él se frustra por la risa. No me comprende, ¿pero quién puede hacerlo? No sé cuánto tiempo más podamos bailar así, no sé cuánto más pueda abusar de su paciencia angelical pero lo disfrutaré el tiempo que Dios lo permita.

—Te hubieras fijado en otra —sugiero—, arruinarás mi nombre.

—No lo creo —supone—, si cedes a mí tendrás un papel justo y bueno. Tendrás un lugar junto a ella, la primera, la que no está en los libros.

—Aléjate de mí corrupto, sodomita, espíritu de fuego. No codicio nada más. Los mundos falsos que me ofreces con tanta premura persistirán en mi cabeza como hermosos recuerdos. Serán una música para aliviar el peso del tiempo. No quiero más.

—No me insultes —dice herido—, todavía estoy limpio a los ojos de Dios. Soy el Adversario que vigila a los hombres y lleva sus hazañas hechas cuento y música para complacer a Su gloria hecha carne. Ven conmigo. Hay salvación para nosotros.

La melodía cambia. El ritmo nos duele más. Mi esposo, allá afuera, observa cómo los hijos ofrecen sus libaciones a Dios para el perdón de los pecados. Mis pies, aun con la tristeza, se mueven al ritmo de un bajo eléctrico. La tentación es preguntar a Dios por qué me encerró en este espacio y en este tiempo. Me asomo por la ventana, el Adversario abraza mis caderas y yo lo permito. Nos convertimos en el arco de un péndulo.

Miro como arden la piel y el pelo de los animales. La sangre y la grasa se disuelven sobre el suelo fértil de Hus. En el humo veo el rostro del Señor. Alabado sea. Cuando veo esos ojos divinos —una muerte inefable ganaría al describirlos—, me separo del Adversario en el justo instante que sus labios pretenden besar mi cuello.

No seré presa de reproche alguno.

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Las luces me enceguecen. Tantas personas de todos los colores y tamaños me apabullan. No distingo al Adversario entre la multitud pero tampoco lo busco. Estoy contenta. Me muevo a la par de esta masa de carne en el escenario. Escucho un centenar de palabras nuevas. Palabras inútiles en mi mundo, en mi tiempo.

Un hombre se acerca a mí y toma mi barbilla con sus dedos, con la otra mano abre mi boca y la penetra con sus dedos para meter un papel salado entre mi paladar y mi lengua. Se va sonriente, como si fuera una aparición oscura, un espejismo, y mientras bailo al ritmo de los otros, un centenar de hombres y mujeres, mi carne corresponde al ritmo de la carne ajena, los sonidos retumban de mi corazón a mi vientre, las luces se mueven en el tiempo, mi alma entra en comunión con esta mentira, este lugar abandonado y prohibido.

Me crecen otros brazos, me crecen otras piernas, mi lengua se multiplica y puedo sentir la pesadez de su mirada. Me quiere para él pero, aun distraída por el influjo de una felicidad artificial, no puedo ceder. No está en mi naturaleza. No me voy a romper sólo porque me hace soñar.

Ocurre el primer milagro: mis pies se separan unos centímetros del suelo; el segundo milagro: mi lengua expele fuego; el tercer milagro: tengo seis senos para alimentar a quienes bailan a mi lado.

El hombre que está lejos del escenario levanta las manos y todos nosotros la levantamos con él. El Adversario quiere abrazarme, quiere llevarme con él a su morada pero trato de explicarle la verdad, de la manera más simple posible, con mis diez lenguas y mis ocho pares de ojos.

—Perdóname. Yo sólo existo para esto.

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El Adversario regresa a mí cuando descanso, cuando sueño despierta o duermo plácidamente a un lado de mi esposo. Inventa situaciones imposibles, lugares inciertos donde el metal arde para moverse o me trae a mundos desprovistos de colores, poseído por las sombras. Él ha roto mi percepción del tiempo. La realidad es un capricho. Los segundos, bajo su embrujo, se convierten en los siglos paganos.

—Te he llevado a todos los lugares inventados por el hombre para revivir los Cantares, ¿no es maravillosa la creación de Dios cuando consigue encerrar el amor en esos fragmentos melódicos, en imágenes risueñas repitiéndose hasta el hartazgo? Te he llevado a dónde el amor nunca envejecerá si accedes a estar conmigo.

—No me condenes. Déjame ir. Tu magia me está perdiendo.

—Son sueños —responde—, y los sueños son parte de la Creación. La magia es otra cosa.

Roza mi mano.

—No tengas miedo.

Me abraza, sonrío, mis piernas otra vez son presa del impulso y de los ritmos, su pecho es cálido a diferencia de su lengua plateada. Yo sólo existo para esto. Lo empujo.

—Maldita serpiente —impreco—, tu magia no cambia nada. No seas necio.

—No soy la serpiente.

El Adversario se aleja zaherido. No viene más. Recuerdo, a menudo, su bello rostro resquebrajado en ira y dolor cuando lo rechacé. Es un dulce y cruel recuerdo. Mi esposo sospecha de mí, sabe que algo ha cambiado, pero decide ignorarlo. Prefiere quemar otra abundante cantidad de animales para protegernos de los males y ganarnos los favores.

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Un recuerdo me visita alguna noche. El olor del humo. Cenaba con mi marido en casa de uno de sus hermanos. Me alegro por la oportunidad de otro baile, uno afuera del tiempo y del tedio, pero tocan la puerta como si alguien se hubiera ido. Entran los mensajeros, uno tras otro como suele pasar con las desgracias, a darnos las noticias. El brillo astuto de su mirada era inconfundible; los mensajeros eran el Adversario. Ofrecen los mensajes con aquella malicia que conozco de sobra: los sabeos han acabado con las reses, las lenguas de fuego incineraron a las ovejas y la guadaña de Dios segó el alma de nuestros siete hijos.

Mi marido, preso de la locura, se corta el cabello con un cuchillo, rasga sus vestimentas, toma fuertemente mi mano y me jala para arrodillarme a su lado.

—¡El Señor me lo dio todo, y ahora el Señor me lo ha quitado! Bendito sea el nombre del Señor.

No supe qué sentir: no contaba entre los bienes de mi esposo.

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Vagamos por la que era nuestra casa, soportamos la mirada condescendiente de quienes eran nuestros discípulos. A pesar de la desgracia, los cariños nocturnos de mi marido son vigorosos. No desperdicia el placer de hacerse de una compañera. Un hombre que lo perdió todo tiene muchos deseos de querer. Nos queremos en las noches, en silencio, en los callejones inmundos. También lo hacemos revolcándonos en la suavidad de la porqueriza.

Para esta pieza no hay quien pueda reemplazarlo a él, a mi querido, a mi Job.

Se multiplican los días del hambre y la carencia, mendigamos en Idumea por el pan y las vestimentas. Limpio sus pies. Uso el poco ungüento que nos queda pero confío que pronto conseguiré más. Los crueles entregan caridad fácil a una mujer semidesnuda y sucia que camina por las calles. Lavo la cara de mi esposo con agua de beber, beso sus manos ennegrecidas, acaricio su cabeza desnuda.

Sin embargo, a veces no puedo evitarlo y me traiciono a las fantasías paganas que me enseñó el Adversario cuando me hacía soñar. El hambre es tramposa. Pienso todo lo que negué por capricho, o por buena educación, o porque temí a los ojos de Dios. No sueño con una vida mejor porque ya la tuve, pero sueño con los bailes que nunca hice y engañosamente, ahora pienso, sí me atrevería a danzar. Mi esposo, enloquecido y decepcionado, habla de Dios y sus designios. El suyo es un discurso herido que teme acercarse a la blasfemia.

Todavía tiene fe.

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Bailamos juntos. En el salón hay otras decenas de parejas. Nuestros cuerpos están muy juntos, apenas protegidos por una capa delgada de ropa. Recargo la cabeza y escucho su corazón. Los ángeles sangran. Su respiración es agitada pero esta noche no ha intentado llevarme. Me acompaña al compás de una lenta melodía.

Damas con guantes de satín y peinados recogidos se llevan los cigarros a la boca mientras hombres de cabello engominado toman despacio la bebida de sus copas. La orquesta, otra palabra extraña que me traerá muchas alegrías cuando regrese y sueñe despierta, se compone de hombres blancos y negros; acarician suavemente sus instrumentos para darnos el ritmo de la noche.

Un silencio breve y hermoso.

Compartimos una mirada enamorada. Ese amor de dos segundos, del baile detenido, es parte de la pieza. Él acaricia mis labios bermellón, sonríe triste, el enamoramiento ha terminado, y decide dejarme sola. Dice que irá por algo de beber y se pierde entre la gente. Algunos esperan la siguiente canción. Una mujer se acerca. Admiro su vestido blanco y negro, su collar delgado y su escote amplio. Parece una diosa. Me ruborizo cuando me ofrece un cigarrillo y aunque toso, ella tiene la paciencia para enseñarme a fumar.

—Es guapo tu compañero. ¿Es tu novio?

—No. Sólo es mi amigo, mi pareja de baile.

—Bailas con el diablo, querida.

Ella se ríe al verme confundida. Trata de explicármelo. Habla de los amigos, de las parejas, de las miradas risueñas y los gestos sutiles. La detengo para preguntar:

—¿Qué es un diablo?

Ella tose. Se ve sorprendida. Platica un poco del mito y de la imagen, de los cuernos y de la cola de chivo.

—¿Bailo con el diablo? —pregunto—. Yo no sabía.

Emocionada por tener un relato qué contar, habla de los muchos rostros de Satanás, de Lucifer, de Baal y de Belcebú. Me cuenta de sus múltiples colores y sus cuerpos: el de cabra, el de dandy, el de un demonio pútrido y violento. Me cuenta del infierno, de los círculos y de las torturas perpetuas para las almas en pena.

Me aguanto la risa. Me lo imagino a él. Él tiene nombre en el futuro.

—Pero el diablo, sobre todo, es lo que no se ve.

Los ángeles sangran. Quiero decírselo pero ella acaricia mi brazo y se va porque mi querido ya se acerca. Trato de imaginármelo como un hombre cabra pero no puedo. Me abraza, empuja mis caderas, tiene ganas de seguir conmigo, y yo permito su brusquedad por compasión. Para mí, eso que dicen es el diablo, no es otra cosa que un joven cordero.

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Job pregunta qué hizo para ofender a Dios, en voz baja, como un niño que teme ser abofeteado. No tengo por qué confesarle mi culpa. Lo colmo de caricias esa noche, le pido paciencia luego de limpiarme las manos y abandonar su semilla en la arena, en el suelo. Dios nos hallará en la desgracia, susurro, aunque él ya duerme. Quisiera rezar más pero viene el Adversario y me jala consigo, a ese otro mundo, al nuestro.

—No te he arruinado el placer de la semilla de Onán que tan graciosamente le despojas a tu marido.

Besa mis manos. No respondo. Su tono altanero y orgulloso no me conviene.

—Creí que extrañabas tus riquezas pero ahora lo comprendo. Me usaste.

El calor de su cuerpo ha cambiado.

—¿Sabes cuánto tiempo busqué tu nombre en el tiempo? Nadie conoce la verdad de tu historia por verlo a él. Ven conmigo, por favor, te daré lo que mereces.

—Puedes mostrarme tus mundos inventados pero nunca me tendrás. No como lo deseas. Detente ya. Los celos me dan pereza. Nunca pretendí usarte y tampoco te engañé. Únicamente deseo bailar.

El Adversario se va. Su risa maligna nunca será mía pero sus ojos de perro herido son mi creación.

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Me despierta una angustia. Necesito conocer su venganza. Estoy completa, no me falta nada. Entonces veo a mi marido y su cuerpo es otro: pústulas reventadas manchan su piel como si hubiera caminado desnudo en las colinas de Hel. Abre los ojos, gruñe dolorido y se mira las heridas en las manos, los brazos y las piernas. Un hilo de sangre cuelga de su boca; el hilo que lo ata al mundo de los cuerdos. Cuando caiga la primera gota y manche la tierra, estoy segura, por fin renegará de Dios.

Me veo tentada a mirar, ser un testigo silencioso, una pieza ornamental como lo he sido hasta ahora, como lo he sido siempre. Dudar no le haría mal.

—Lo único que me quedaba y también me lo ha quitado.

El Adversario me vigila como una sombra. En un instante, ajeno al tiempo, me dicta sus injustas condiciones:

—Pídele que tenga fe y entonces yo restauraré todos tus bienes, regresaré la salud a su cuerpo y seguiremos bailando en múltiples sueños, infinitos sueños y nos replicaremos como los interminables reflejos en el agua mientras se alza tu vestido, y descansas tu cabeza sobre mi regazo, y damos vueltas como dos amantes suspendidos en el tiempo de otro hombre. Pídele que tenga fe, una palabra tuya bastará para sanarlo y recuperará el vigor de mil hombres al ver que todavía te tiene a ti, ¿qué importa si yo le recupero todo lo que ha perdido? No hará diferencia porque él no lo sabrá. Piénsalo bien. No puedes hacer otra cosa; si blasfemas corromperás tu historia, serás una mujer corrupta y breve, un mensaje para incitar temores. Te ruego que vivas los mil sueños que tengo preparados para ti, uno tras otro, y te haré una historia de mi propia creación. Tu nombre será el de muchas, el de todas.

Acaricio la nuca del enfermo con disimulado rencor.

—¿Todavía permaneces tú en tu estúpida simplicidad? Sí, bendice a Dios y muérete.

Mi pregunta saca a mi esposo de un sopor mortal y su rostro adquiere la gravedad de un hombre demasiado cuerdo. Una insensata palabra mía bastó para sanarlo. Incrédulo, me mira de pies a cabeza; soy inferior a un animal.

Me trata como a una idiota que descuida el valor de sus palabras. Rechaza los dolores, soporta las penas porque tiene que corregirme. Gracias a mí ha conseguido valor para buscarse los testigos de sus penas y la energía para hablar durante días con los hombres acerca de la incorruptibilidad de la fe. Es la música de él, de mi querido Job.

—Has hablado como una de las mujeres sin seso. Si recibimos los bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos también los males?

El Adversario chasquea la boca, decepcionado, y su presencia desaparece. Un breve olor a azufre se disipa en la calma. Me duelen las piernas. Quizás, por todo lo que he hecho, cuando Dios decida a los justos y me aparte de ellos, tendremos una eternidad para que él aprenda. Acabo de blasfemar, si el Adversario estaba presente, probablemente Dios escuchaba a sus espaldas. Dudo que haya un paraíso para mí.

Pero, al menos, en medio de estas cosas no pecó Job en cuanto dijo. Él no ha pecado.

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No puedo dormir. Sueño con aquellas noches, aquellos mundos imposibles e imaginados. El Adversario tiene un nombre en el futuro pero el mío se ha perdido. Es un nombre estúpido: diablo, pero es un nombre. Nadie sabe de mí, nadie tiene por qué hacerlo. Quizás es lo mejor. Sé mi nombre, lo tengo en la punta de la lengua pero no lo pronunciaré. Ojalá se convierta en polvo. Dejaré la tarea de mi historia para hombres aburridos e insensatos, de esos que arrojan limosna a mujeres pobres y semidesnudas.

Job quiere tomarme como a un animal. No tenemos por qué mirarnos las caras, dice, pero tenemos una obligación que cumplir. Dice que es tiempo de parir y recuperar todo lo perdido. Dios nos ayudará, dice. Hará fértil su semilla, las explosiones y mi hastío, mi definitivo aburrimiento. Noche tras noche me observa en silencio, esperando una respuesta de mi parte. Soy una mujer sin seso. No sé lo que busca.

En la oscuridad, el Adversario me vigila todas las noches. Tiene ojos para mí. ¿Esperas algo, cordero? Algo pasa, porque también aparecen los terribles ojos de Dios, expectantes, enfurecidos. Apostaron con nuestras vidas pero ahora yo no quiero jugar y eso los molesta.

Job pregunta noche tras noche cuando recuperaremos nuestra estirpe y nuestros animales. Animales puedes ir a cazar, mi querido, puedes cazarlos a todos. Una mujer sin seso. No tarda en invocar alguna ley, algún viejo enunciado, para transformarme en otra mujer. Mejor aún: desaparecerme o reemplazarme. Dios me salvó de tener hermanas.

Job, acostado sobre las telas de nuestra riqueza, mira mis pies inquietos. No se atreve a hablar. No entiende por qué la fe en Dios ha fallado y no ha sometido a su esposa. Salgo de madrugada. Los tres observan como los abandono.

El mundo es vasto.

Habrá alguien que desee bailar conmigo.

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