Tengo catorce años pero me siento viejo. Más tarde, en unos años, crisparé las manos por el recuerdo de la textura del cuello cercenado. Pensaré en él una y otra vez, pretendiendo que puedo vivir una vida normal, sin embargo la memoria del tacto siempre recordará el dolor: aquel momento donde recogí un fragmento de su cuerpo. El olor a sangre. Los ojos desorbitados. Su cabeza cuadrada. No hemos dormido. Así cómo. He pasado toda la noche escuchando los sollozos y los dislates de mi madre mientras un comandante, o un judicial, o sabe qué, trata de darle sentido a lo que ella está diciendo.

Escucho que un hombre le dice a otro: a mí se me hace que lo mató el hermano, míralo qué tranquilito se ve, en mi experiencia… y sigue armando una historia que incluso a mí me parece plausible, agradablemente coherente y, en otras circunstancias, hasta justa.

Hasta entonces no sabía que mi madre podía enloquecer de esa manera. No así. Aunque ya presumía sus primeros rasgos de locura (una más discreta, más soportable): cuando mi hermano se fue, hace dos años, sin decir palabra. No dejó un rastro ni una carta. No se llevó nada. Simplemente desapareció. Lo buscamos en todos lados: las esquinas, los hospitales, las morgues, los hoteles, las fotografías, todas esas malditas fotografías en todos eso malditos periódicos de mierda. Poco a poco, en tan sólo un espacio de dos años, en cada palabra dedicada a él y cada segundo que con su ausencia me robó de nuestra madre, sí, entonces aprendí a odiar a Agustín.

Bebo café.

Es el primero de mi vida.

Mancho de rojo con la sangre de mi hermano el vaso desechable. A nadie le importa. Creo que a mí tampoco. El café me lo trajo una policía. Tiene un rostro varonil, moreno y cansado. Su cuerpo es robusto y el uniforme pequeño. Sus labios son delgados y asoman en su cabello, un poco tímidas, las primeras canas. Me fijo en los mechones blancos porque también le sucedió a mi madre antes de rendirse a una absoluta devoción para un hijo perdido y el otro pendejo, nomás triste, como el perro de un indigente que no sabe por qué sigue ahí pero no tiene de otra más que caminar atrás del grande, del jodido y del perdido; y mover la pinche cola, y a veces sonreír cuando las cosas no están tan mal.

Los peritos dan vueltas por nuestro departamento.

La policía se sienta junto a mí.

—Me llamo Sandra Sandoval pero todos me llaman el Toro.

La policía me acompaña en silencio. Quisiera decirle que me parece gracioso su mote pero nos interrumpe uno de los peritos: tira uno de los portarretratos. Ni siquiera me asomo a verlo. Ya sé que tiene la fotografía de Agustín. Sandra Sandoval truena los labios y musita un mira nomás a ese pendejo con una claridad reconfortante. Mientras sopeso, con mis catorce años, qué demonios sigue a partir de ahora… mis vecinos de algunos departamentos más arriba, como acostumbran todos los sábados a las nueve de la noche, ponen música de banda. Uno de los policías sale disparado a callarlos.

—Todo saldrá bien —dice el Toro.

Apenas puedo escucharla.

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