No me duele la muerte de mi hermano. No me dolió verlo muerto. No me dolió sostener su cabeza entre mis manos y tratar desesperadamente de ponerla en su lugar para que mi madre no viera su cuerpo roto. Al contrario: fue un alivio. Todavía lo es. Debería repetirlo como un mantra para olvidarme de los tatuajes y continuar con mi vida.

(Sin embargo…)

Dolió cuando se perdió un día y no lo volvimos a ver. Mi madre rezaba cada noche por él. Miraba durante horas a través de la ventana. Esperaba encontrarlo. Empezó a comprar más de un periódico para leer las notas rojas. Entonces inició nuestra búsqueda, primero una o dos horas cada semana, y después tres horas al día hasta que cedimos buena parte de nuestra vida a las esperanzas, a cuestionar a los extraños, a las copias de las copias de un cartel que presentaba su cabeza, su sonrisa ya deformada por la repetición, la degradación.

Aunque lo buscábamos, no hablábamos mucho de ello. Hablar de las posibilidades era acercarnos a la verdad. La ausencia nos permitía soñarlo con vida. Ella deseaba creer que se fue por voluntad propia y esperaba el regreso de un hijo pródigo. Yo sólo quería a mi madre de vuelta y un poco de paz.

Me llamo Víctor y para mi madre siempre seré el hermano de Agustín.

Dejé mi casa tan pronto mi tío se llevó a mi madre. Él es exportador e importador de cosas que no me interesan. Tiene algo que ver con metales baratos. Creo que compraba clavos por kilo y multiplicaba las ganancias milagrosamente. Resulta que puedes vender un clavo por diez veces su valor. No estoy seguro. Mi tío deposita en mi cuenta una modesta mensualidad que me permite el sustento y la renta de un cuarto en casa de una vieja que se la pasa platicando con sus gatos y los dos fantasmas de sus hijas. No sólo vivo de eso, también trabajo en una productora. Cada semana deposito mi sueldo. Mis gastos son frugales. Así aprendí a vivir. Estudio literatura inglesa en la universidad porque me gusta y me permite leer tragedias en otro idioma lo cual me tranquiliza: eso las hace distantes, ajenas.

Por fin tengo una vida. Pero sueño con mi hermano y la búsqueda comienza otra vez, como si alguien sacara mi espíritu y lo empujara al pasado, cuando caminábamos y caminábamos las calles para pegar su rostro, engrapar su cabeza a los postes de toda la ciudad. Después de diez años rememoro aquella vida de búsquedas interminables: soy el presagio de una ruina latente.

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