Voy por una cocacola y unos cigarros. Necesito el combustible o me quedaré dormido. He dormido poco estos días, entre tres y cuatro horas al día. El trabajo está exigiendo demasiado, ¿pero cuándo no? Los viernes no tengo clases pero los fines de semana serían desagradables y aburridos si no fuera porque en mi trabajo no existen los horarios. Las reglas siempre cambian de un momento a otro. El caos me abraza, me reconforta.

Un ejemplo del caos publicitario son los bomberazos. Cuando el cliente necesita sacar un comercial para aprovechar algún evento sorpresivo y relevante como la visita caprichosa de un Papa, el despido de un jugador de futbol o la revelación de las fotos eróticas de alguna celebridad, suenan las alarmas y tenemos qué aprovechar el fuego, montarnos al camión de bomberos para echarle más gasolina antes de que se apague, el dichoso bomberazo.

También soy requerido para arreglar los pequeños accidentes, como aquellos de modelos perdidas en su camino a los foros del Ajusco (imagino que se desvían en el camino hacia el bosque y encuentran la puerta a mundos mejores, o se rompieron una pierna y las alcanzó el típico asesino enmascarado de una slasher). Entonces cumplo con mi obligación y saco a otra modelo del cajón de modelos, como si fuera un diablo cuántico que puede clonar o fabricar personas hermosas con su impresora tridimensional de plástico, o de carne y poco seso, o una combinación de todos estos materiales y para asegurarme que no se pierda otra vez, llevo este nuevo homúnculo de la mano al set de filmación.

Es un alivio vivir sin saber qué pasará mañana.

Y como el ángel que se le apareció a José, recibo una visita: en el camino por mi coca y mis cigarros encuentro al hombre soñado. Me limpio las lagañas y me trago el bostezo para verlo mejor. Viste una playera gris, jeans deslavados y un dije caótico y enigmático; espera recargado en un poste y mastica un caramelo que está a punto de terminar (eso me recuerda una canción pegajosa que tomará su tiempo en desaparecer de mis orejas); su cabello es castaño claro, casi rapado; sus labios son gruesos y tiene una barba de dos o tres días. No puedo apartar la vista de él. Lo reconozco. Es tal como lo había soñado. Es el mismo rostro.

Es Ayer.

Y Ayer tiene un rostro muy parecido al de Agustín y, por consecuencia, también parecido al mío. Ayer es como si fuera un tercer hermano, una versión distinta, similar y alterna de nosotros dos. Camino para acercarme (el maldito impulso, el sueño se hace realidad: caminaba en el sueño y caminan mis piernas y mis ojos lo ven y creo que si extiendo mis manos podré palpar las suyas) pero el hombre extiende su brazo y un microbús lo recoge. Se va, se va y yo me quedo a unos pasos de alcanzar un deseo oculto. La resurrección de mi hermano. El reemplazo de Agustín. El sueño se rompe.

Si fuera supersticioso me sentiría maldito por quebrar el destino.

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