Los fines de semana, cuando no son de trabajo, son parsimoniosos. Me dedico a leer los textos que me dejaron de tarea en la universidad. Cuando me aburro de leer o me duelen los ojos, salgo de mi cuarto rentado y doy un largo paseo para ir a la oficina. Ya estando allá escribo el inicio de algún ensayo, leo algunas notas o navego en internet. La oficina es mi base de operaciones, mi sede computarizada. Miro las ventanas del segundo piso o miro ventanas de 400×400 pixeles. Da lo mismo. En algún punto, mientras estoy ahí, me encuentro a la deriva de ambos mundos y eso me alegra.

Los sábados en la noche, por mi carencia de amigos (qué sociable eras, Agustín), salgo al supermercado y hago las compras. Alguna vez leí en un estudio que las noches de sábado, la mayoría de los muchachos jóvenes hacen su despensa. Sentí vergüenza. Supongo que a los hombres solitarios nos avergüenza que nos vean metiendo cosas en un carrito cuando deberíamos estar allá afuera, martillo de bronce en mano, matando bestias metálicas para construirnos un primer hogar o usando camisas apretadas para bailar con muchachas y pretender que no sólo se trata del deseo, pero también del amor, para que ellas nos rescaten de ser los vagos patéticos que compran la despensa un sábado por la noche.

Agustín sabía escoger los aguacates, mi madre le enseñó cómo hacerlo. Entonces él podía burlarse de mí porque poseía un pequeño conocimiento oculto del mundo.

—Deberías aprender —me dijo, pero sin afán de enseñarme y remató con—: algún día trata de conseguirte una linda chica que lo haga por ti.

Sonreía como un idiota de televisión. Era aquel hermoso imbécil que te da mala espina porque presientes que morirá pronto; y su destino es inevitable porque está ahí para darle un giro dramático a la historia.

Imagino a su fantasma translucido y su risa, mientras aprecia mi soledad, y luego hundo la mano entre las frutas y las verduras, y pretendo saber lo que hago mientras despedazo un puñado de duraznos y un empleado me mira con ganas de insultarme pero no hace nada, no hace nada porque tengo la locura al filo de la mirada y la cabeza empieza a doler, se me cuadra, como todo el cuerpo, todo el cuerpo. Hace unos años que interpreto la misma comedia cuando los fines de semana son aburridos.

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