Mi padre me advirtió que tú vendrías, algún día, una noche que salimos a pasear en la plaza. Me contó de ti después de los fuegos artificiales. También me dijo por qué te buscaba. Después de la explosión de las luces, esos hermosos mechones de cabello que cubrían la cabeza de invisibles diablitos y dioses y luego desaparecían, se esfumaban en la nada, sólo entonces mi padre abrió su maldita boca y trajo una verdad fundamental de mi vida. Esa noche quebró para siempre mi adolescencia.

Y como no bastó una vez, porque estaba dispuesta a dudar, él no permitió que yo me recuperara y me rompió una segunda vez.

La primera vez escuché su historia; no podía creerle y pensé que había enloquecido o que había bebido demasiado (qué trillada, qué ordinaria, qué imbécil). Quizás entiendas, dentro de tu enferma cabeza, que no creía en ti, ni en las circunstancias alrededor de su juego de bobos; juzgaba a mi padre capaz de ceder a la enfermedad o a la locura de su esposa, mi madre, asesinada y la visión de su cuerpo sin cabeza y además profanada en la piel por esos horribles dibujos en la espalda y en el vientre.

La segunda vez, casi inmediatamente después, cuando mi cabeza ya estaba generando excusas para perdonar su falta, ya en casa, él se encañonó así mismo con un revolver en contra de la sien, accionó el gatillo y cuando la detonación no lo mató, cayeron los cascajos de la persona que solía ser y comprendí que me había convertido en un turista adentro de un mundo extraño que sólo puede sobrevivir en las historias de viejas, de libros o de niños inmundos.

Mi padre era un inmortal, mi padre era un judío errante; y así lo era porque su único deseo en la vida, el deseo más grande de todos para un simplón como él (sic), era tener vida suficiente para recorrer todo el mundo, leer todos los libros y no perderse ningún descubrimiento del ingenio humano. Es decir… mi padre decidió negar el envejecimiento y su deseo, por suerte de algún azar, se cumplió.

Aquella noche platicamos durante horas algunos eventos de su larga vida y sí, era tan larga como muchas. Al final, también habló de mi madre como nunca antes lo había hecho. Me dijo que ella lo sabía y aunque durante un par de años buscaron una cura para la inmortalidad, terminaron por rendirse. Noté que mi padre, mientras me contaba esto, tenía una sonrisa inusual en el rostro, una que jamás había visto de sus labios y me hizo dudar de su recién adquirida sinceridad. Aunque no lo admitió, estoy casi segura que él amaba más su inmortalidad que a mi madre y, además de tratar de sostenerme cuerda en el mundo, tuve que perdonarle una primera mentira que, a su vez, también era muy sincera. Pero en ese momento me negaba a contar las capas de mentiras que construían la vida de mi padre porque… tú lo has de saber, tú también has de mentir igual, ¿o no es cierto, Pérez-Moldován?

Mi padre también dijo que yo pronto envejecería y que para él, sólo sería un parpadeo, uno de los más amorosos, y que nunca dejaría de quererme y de cuidarme y procurarme. Me dio acceso a lo que me correspondía de su vasta fortuna, otro de sus muchos tesoros escondidos, y siguió contándome sus planes: primero debía de irse lejos, fingir una muerte o una desaparición o una huida, y el siguiente paso era una meticulosa comunicación a través de cartas, y en ellas escribiría más instrucciones: dónde vivir, qué historia inventar para cuando reapareciera en mi vida.

Me dio vértigo: cuando nos volviéramos a ver, sería en otra parte, después de muchos años, para que pudiéramos inventar una historia que satisficiera muchas dudas y muchas preguntas a desconocidos que serían mis amigos, mis amantes, mis niños; una ciudad de gente a los que todavía no les había puesto rostro. Y mi padre me contó todo el plan con una naturalidad bien practicada, y mi mente echó a volar; pues cuántas veces no sólo había meditado mi padre este momento, sino que se había sentado frente a cientos, miles, de hijos, copia de sus ojos y su rostro, y entonces me doblegó el terror de imaginar que mi padre podía ser una de las primeras semillas del mundo, y que un gran porcentaje de la población pudieran ser mis hermanos. Me levanté y me encerré a mi cuarto a temblar, a llorar y a rogarle a Dios que nada de esto fuera cierto. Y el cansancio me venció.

A la mañana siguiente, cuando me trajo de desayunar y yo soñaba con recuperar la cordura, mi padre acarició mis mejillas y dijo que no había tiempo qué perder, y entonces me contó de tu existencia, bestia maldita.