El otro se hizo niebla y mucho tiempo buscó imitar el rostro de mi padre. Se apareció un día, mientras estaba en la cocina y resolvía uno de los mil crucigramas que ya he resuelto y sólo podía recorrer aburrida, con la mirada. Debió haberme escuchado. Mucho tiempo hablo sola y siempre lo estoy describiendo, siempre le estoy contando historias. Y cuando hablo sola imagino que mi padre está a mi lado y que él viene a rescatarme, a regañadientes, de este martirio. Entonces el otro se aprovechó de eso y ha empezado a tratar de adivinar su rostro, y su voz, y sus ademanes para que yo abra la puerta y nos deje salir a todos. 

Al principio no entendí lo que estaba haciendo porque la niebla me imitaba a mí. Creí que era un sinsentido, una diversión pasajera e incluso empecé a considerarlo un entretenimiento indispensable para sobrevivir. La niebla no tardó en imitarme a la perfección, como un espejo, los gestos de enfado y los suspiros de tedio. Imitó mis canas y mis arrugas, imitó la torpeza de mi mano izquierda pero la inusual agilidad de mi mano derecha, imitó mis senos desinflados y caídos. Muchos días le tuve miedo pues creí que en cualquier momento se transformaría en una caricatura grotesca y se burlaría de mí, y eso, sólo de imaginarlo, apenas podía soportarlo. Pero fue piadosa, y nunca lo hizo. 

(Siempre he sido muy consciente de mi apariencia y me burlaba de mí misma cuando dije, en mi otra vida, que me llamaran el Toro pero…) 

Después la niebla fue muy amable y trató de ser discreta aunque no cejaba en su intención de copiarme hasta la más mínima de mis partículas. Se involucró en mis charlas en voz alta. Respondía mis historias, con mi propia voz, y se convirtió en un eco de mí misma. A veces intervenía para preguntar o para corregirme o engañarme con que me había equivocado, pero lo hacía de buena intención, como una madre manipuladora, y me di cuenta que algo andaba mal, que mi soledad estaba dándole demasiada información y entonces yo también empecé a jugar, empecé a hacerme la loca, como aquella señora que conocí hace tanto tiempo, en la casa del chamaco, de mi hermano o bueno… lo quería como a un hermano. Pero decía de la niebla y pronto descubrí sus motivos porque cuando creyó que ya me tenía agarrada, que yo ya la consideraba justa y necesaria para soportar mi cárcel, que es ser guardia de esta cárcel, cambió ligeramente su rostro para hacerlo más masculino y apostó a que podría atinar a imitar la voz de mi padre. 

—Ábreme la puerta, Sandy, y vámonos de aquí. Ándale. ¿Qué haces cuidando a estos chamacos? ¿Por qué no vienes con tu papito? 

Y así, en todos los tonos posibles y con todo tipo de emociones, la niebla buscó mucho tiempo el rostro de mi padre, la voz de mi padre, las palabras de mi padre. Pero yo no era ninguna tonta. Confieso, sí, que algunos días temía de mí misma y que por un impulso de soledad, comenzaría a creer en la niebla, en la tentación de padre que me ofrecía y que algún día le abriría la puerta porque él lo pedía, y yo sudaba la soledad pero aún así no lo hice, no lo hice porque desde hacía mucho tiempo no podía recordar el rostro de mi padre y porque muy en el fondo, aunque pedía consejos a un padre imaginario, en verdad lo odiaba y por buenos motivos. La niebla no sabía cuán tenaz era yo para mentirme a mí misma y tardó mucho en comprenderlo, porque a través de engaños y de olvidos, a través de una locura fingida y casi dulce, logré que ella se quedara a mi lado, buscando la llave de un corazón hecho carbón, hasta que finalmente se cansó de mí y se fue. 

Me llamaba Sandy. 

Mi padre nunca me llamó de esa manera.