La tía Yemita se sirvió café en su taza de latón, escuchó la respiración de sus nuevos clientes, cómo se hacían cada vez más rápidos. Estaban nerviosos, la tía Yemita disfrutaba de la ansiedad, adoraba exprimir cada minuto de espera para bebérselo como un vampiro bebe sangre.
—¿Gusta una taza de café? —preguntó la Tía Yemita rompiendo el silencio, escuchó el sobresalto de sus clientes y se sonrió ampliamente, dio vuelta y tomó asiento mientras estiraba la mano para tomar algo de azúcar y así endulzar su café negro.
—No… no, gracias y mi niña apenas tiene cinco años, no es edad —dijo el hombre, la Tía Yemita podía juzgar por la voz que apenas entraba a los treinta, no olía a alcohol ni a cigarro, pero si a sudor, el hombre era trabajador del campo, más de lo normal.
La niña olía a comida, verduras, tierra, la niña también era muy trabajadora, podía olerlo.
—¿Qué desea, Señor Rodríguez? ¿Qué lo hace abandonar su preciado trabajo para visitar a una pobre y anciana como yo? —murmuró la vieja y sonrió.
—Sabe, soy nuevo por estos rumbos, me gusta trabajar el campo no sólo por necesidad, sino por placer y quiero que mi hija también valore el trabajo, Papá Dios sabe cuanto amo a mi hija y la traje con usted…
—…Porque desea un futuro brillante y exitoso. Discúlpeme que lo desilusione Sr. Rodríguez, yo no soy el tipo de adivina que hace esa clase de magia —interrumpió la vieja.
—Estoy dispuesto a pagar lo que sea por mi niña, la amo tanto —insistió Rodríguez, la vieja calló durante varios minutos.
La niña observó curiosa a la vieja y notó como esta aún respiraba, se asombró de lo facilidad con la cual la Tía Yemita podía fingir estar muerta si lo deseaba.
La tía Yemita sonrió exclusivamente para la niña y esta aceptó la sonrisa agradecida, ambas mantuvieron un lazo breve y profundo de aceptación.
—Bien, pero debo hablar con usted en privado —susurró la anciana y señaló a la niña. Rodríguez iba a pedirle que se retirara cuando la niña sin decir palabra, se levantó por su cuenta y salió a jugar al campo.
—La niña tiene dos precios a pagar si quiere ser alguien en la vida Sr. Rodríguez, estamos a punto de romper una decisión que ella hará en el futuro por una que usted hará hoy. ¿Quiere cargar con ese peso, inclusive aún más allá de su muerte?
—¿Qué quiere decir? Haré lo que sea por la felicidad de mi hija.
La Tía Yemita sonrió de una manera extraña.
—Haga que la niña ame las estrellas, no la obligue por medio de su autoridad de padre, usted sólo enséñele el camino y ella sola habrá de recorrerlo. Una advertencia, la niña seguirá un futuro distinto al designado por La Santa Muerte o Papá Dios, como guste llamarle, con esto que le digo haremos de la niña un ser inmortal el cuál sólo ha de morir cuando el amor por las estrellas no sea más grande a otro amor.
El señor Rodríguez calló incrédulo.
—¿Es cierto lo que dice? ¿Mi niña no podrá morir? ¿Si no muere… cómo ha de Papá Dios recoger su alma? —balbuceó Rodríguez, el creía tanto en las cosas de brujas como la mayoría de las personas en el pueblo, obviamente, jamás cruzó la idea de dudar que fuera cierto lo que la tía Yemita decía.
—Los caminos de Papá Dios son extraños… y estos le llevaron a mi, tal vez sea el destino de la niña no morir y hacer de su vida algo grande —dijo la Tía Yemita, Rodríguez se sintió más tranquilo, jamás se le ocurrió pensar que estaban interviniendo en vez de seguir el curso natural.
—¿Cómo le hago para qué ame las estrellas? —preguntó Rodríguez.
—Enséñele el camino, procure que ella misma lo descubra, no será difícil.
—Gracias… gracias, es usted una santa.
La Tía Yemita sonrió brillantemente y al escuchar a Rodríguez salir, se apagó. Se levantó de la silla llevando su taza en la mano, siguió el camino a un pequeño y modesto lavadero, echó la taza ruidosamente y abrió el grifo del agua para que se lavara.
Escuchó un graznido detrás de ella.
—De todas las que has hecho, creo que esta es la peor —escuchó decir la vieja a la voz oscura.
—Amigo mío, Señor de Todas las Respuestas, Segador de Almas, Dador de Vida y Muerte, Creador del Universo y todas esas piltrafas qué te haces llamar, sólo puedo decir un comentario al respecto: Me vale caca de mula lo que me digas.
—¿Y si te digo qué he encontrado la forma de poder llevarme tú alma y así darte las respuestas qué deseas?
La Tía Yemita guardó silencio, el agua hizo un ruido ensordecedor, abrió la boca balbuceante, le temblaba de nervios, de alegría y furia, de esperanza.
—¿No me mientes? ¿Hay forma de deshacerlo? —preguntó insegura.
—Siempre la ha habido, pero nunca me ha dado la gana de decírtelo —respondió La Muerte, el hombre de chamarra negra y jeans se encontraba sentado en la silla dónde hacía un momento Rodríguez creía seguir la voluntad de Dios.
—¿Y por qué … y por qué… no lo habías dicho?
—Porque tenía esperanza en ti y esperé… iluso de mi esperé a que cambiaras, a que dejaras de hacer daño a mis almas, esas atormentadas almas que haces que pierdan su derecho de reunirse a las demás. No he podido recuperar ninguna de las que has regalado a los demonios, ni una sola y aún así pensé en perdonarte.
—¿Qué me estás diciendo? —sollozó la vieja.
—Esto que has hecho a una niña, no tiene perdón anciana. Te atormentará saber que tu alma estuvo a punto de ser salvada pero ahora me alegraré cuando venga a visitarte de tu miseria, ¡Me reiré en tu cara, cada día por el resto de tus días inmortales de tu estupidez!
La Tía Yemita cambió de expresión y gritó furiosa:
—¡Pues he de robarme más almas tuyas! ¡He de robarme todas las que pueda hasta que obtenga una sola respuesta de tus labios!
—Idiota, ¿y no se te ha ocurrido pensar que te utilizo? ¿Qué tú les dices exactamente lo que yo necesito? —carcajeó La Muerte—. Tal vez es precisamente lo que yo deseo… qué tú hagas tu trabajo, inclusive puede ser que yo esté montando un gran teatro para disfrutar tu sufrimiento, ¡Me regocijo al saber cuánto te duele tu propia existencia!
La Tía Yemita no supo que responder a eso, respiró con dificultad y lamentó no poder morir de un ataque al corazón, caminó cansada a su habitual silla, echó los brazos y su cabeza a la mesa… y lloró.
La Muerte se levantó, un cuervo voló a su hombro y salieron de la casa de la Pobre Ciega que había decidido no morir.
Yemita alzó la vista un poco y empezó a reír.
—Si fuera cómo tú dices… si tú me utilizaras… entonces la niña no te habría dolido —la anciana carcajeó aún más—. ¡Aún tengo esperanza! ¡Aún puedo hacerte daño! Y pensar que ya me estaba frustrando… tal vez no lograré mis respuestas pero si mataré a tus almas hasta que decidas salvar la mía.
La Tía Yemita estaba contenta.
Pasaron cinco años desde aquella visita, papá Rodríguez gastó su pequeña fortuna en libros que hablaban sobre estrellas y geografía en general, los conservó y se rompió la cabeza en intentar entenderlos, durante cinco años, pero no pudo comprender ni un poco y al darse cuenta de que su conocimiento modesto de cultura general se lo impedía…
Trabajó más duro para poder meter a su hija en una escuela particular que las monjas tenían para las pocas familias de dinero que vivían en la región.
Consiguió que su hija a los 16 años fuera educada como se lo merecía, también Rodríguez había logrado causar un impacto profundo con su amor de padre que le tenía e inculcó valores de humildad y de amor por los demás. La niña también contaba con una inteligencia innata que muchas veces le habían ayudado a congeniar con las demás compañeras a pesar de su humilde origen.
Y cuando Ana Rodríguez acabó su preparatoria, su padre finalmente colapsó, se rompió como una vara de tanto trabajar y resistir por su hija. Ya en su lecho de muerte, Papa Rodríguez sin querer susurró a su hija: “Voy en mi camino hacia Papá Dios, allá en el inmenso telar dónde el pone las estrellas cada noche”.
Ana Rodríguez lloró al ver a su padre cerrar los ojos, las monjas pagaron el entierro del Señor Rodríguez por ser buen cristiano y un hombre decente y dieron techo y comida a Ana Rodríguez a cambio de que ella trabajara de asistente. Se llevó unas cuantas cosas de su casa, incluyendo la única foto que tenía de su padre y su madre juntos, su ropa, un juguete de madera que su papá le había hecho (un ratón de madera que llamó Tonatiuh), y los únicos libros que su padre tenía.
Ana Rodríguez leyó los libros y a diferencia de su padre, los comprendió y amó de principio a fin. Los libros sólo le dieron conocimiento de su único y verdadero destino, el telar dónde Papá Dios ponía las estrellas cada noche. Ana se hizo una persona nocturna, en el pueblo dónde vivía podía ver todas las estrellas que asumió que su padre amaba.
Y ella las amó tanto y más qué él. A cada estrella le puso nombre, hizo cuadernillos dónde intentaba escribir un diario de sus sentimientos y de cada astro. Y cuando su amor por las estrellas creció de manera tal… fue cuando sucedió una noche de descanso.
El alma de Ana Rodríguez luchó por dejar su cuerpo, sintió como el espíritu se le encogió y se hizo grande incontables veces, no pudo cerrar los ojos esa noche, las estrellas brillaron más de lo usual e incluso, sintió que trataron de protegerla o eso quiso creer. Se convulsionó en su modesto cuarto, hasta que vomitó sangre y se sintió morir, ¿pero cómo puede el cuerpo evitar un sentimiento tan grande cómo el amor?
La Muerte observó desde un rincón oscuro del cuarto la agitación de la pobre alma de la señorita Rodríguez y esperó. Más tarde maldijo a la vieja, por qué no habría forma fácil de recuperar el alma de la niña, y la maldijo aún más, por tener que pasar por esto. Continuó esperando, tragándose su furia.
Ana Rodríguez finalmente pudo recuperarse, tirada miró en su ventana las estrellas y les sonrió, les agradeció y les dijo que estaba bien. Besó a su ratón de madera Tonatiuh y le acarició. Se sentó en la cama y miró a la esquina del cuarto dónde lo descubrió.
—¿Quién eres? —preguntó Ana—. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo entraste?
—Ya debes saberlo, pues eres… inmortal.
—Eres aquel que ya no puede tocarme. Te llevaste a mi padre y no lo lamento, porque gracias a él he obtenido un amor más grande.
—Te equivocas, esto no viene gratis y has de descubrirlo pronto, ¿pero qué puedo hacer ya? Sólo espero que hagas de tu inmortalidad un bien.
—¿Fue ella? ¿Fue la anciana?
La muerte no respondió y desapareció. Ana Rodríguez se perdió en sus pensamientos, salió a visitar a su padre para agradecerle el rumbo que había tomado su vida.
Ana Rodríguez llegó a la tumba, junto a esta, descubrió a un hombre cubierto de una gabardina y sombrero que descansaba sentado bajo un árbol, su frente estaba tatuada con un símbolo extraño.
Ana tuvo un escalofrío.
—Así qué… tu eres un alma que está viviendo tiempo extra —dijo el hombre y sonrió, Ana intentó verle las facciones, pero no podía distinguirlas, lo único que podía mirar era el tatuaje—. Y eres fresca… muy fresca… apenas acabas de descubrir como evitar a la muerte… ¡Mejor aún! Es inevitable que la evites, eres un alma que vivirá mucho tiempo. Podrías ser eterna, pero te has topado conmigo.
—¿Quién o qué eres tú? —preguntó Ana asustada, metió la mano al bolsillo de sus jeans dónde tenía al ratón de madera y lo acarició.
—Soy un cazador de almas como las tuyas… son muchas en el mundo, no sólo tú. La Muerte no comete errores… de eso se encargan los que nacen con el Don. Como aquella anciana qué te hizo ser cómo eres. A ella le debo mucho, más de un ciento de almas que me dan poder.
Una lengua salió de una boca ambigua, una lengua larga y reptil. El símbolo brilló brevemente.
Ana dio varios pasos atrás, tenía que escapar, algo en su interior le decía que esta batalla no podía ser ganada. Esperaba que sus amores pudieran protegerla o al menos darle un camino que seguir, dio media vuelta y echó a correr tan rápido como pudo, sin mirar atrás.
No escuchó al demonio perseguirla, pero no quiso cerciorarse y ya lejos, muy dentro en un pequeño bosque, se detuvo a descansar.
Se tiró al pasto y miró el cielo aliviada, hasta que sintió una lengua cálida que le lamió la oreja.
Un ratón de madera ensangrentado yacía en el suelo, Ana respiró agitada, había logrado sobrevivir.
—No será fácil escapar de ellos —susurró la Muerte—. Cómo él hay millones qué te esperan y sobre todo a ti, que tienes posibilidades de ser eterna.
—¿Qué era eso? —preguntó Ana asustada, viendo el cuerpo con asco.
—Se les llama cazadores, demonios menores que buscan a lo largo del mundo almas como la tuya. Eres valiosa Ana, han de estar ya captando tu presencia e iniciarán pronto planes para capturar tu alma.
—¿Son tuyos?
—No… no lo son, y no puedo tocarlos porque no tienen alma. Son esencias que buscan almas para existir y las roban de mi alcance, por lo general esas almas se pierden para siempre.
La Muerte se arrodilló cerca del cuerpo del demonio, metió la mano dentro de su pecho y recogió varios hilos de plata que estaban entrelazados, cerró su puño e hizo que se quemaran.
Ana simplemente observó y luego miró al cielo, algo cambió en su interior, el conocimiento vasto, el amor tan grande, su espíritu inmortal, sonrió. Ahora era diferente.
—Estaré bien, mis estrellas han de protegerme —Ana entrecerró los ojos y las estrellas se apagaron un poco obedeciéndola. Los abrió y las estrellas recuperaron su intensidad.
La Muerte observó. Ana aceleró su respiración.
—Son mis estrellas… —susurró Ana. Abrió un puño y concentración de aire y gases se formó alrededor de este, en la palma de su mano se hizo una flama que se contrajo y finalmente, logró la luz de una estrella ridículamente pequeña—. El demonio me ha dado parte de su poder, de las almas que se robó… es… es increíble… puedo manejar las estrellas.
Ana alzó la palma de su mano, la Muerte observó inmóvil mientras sus cuervos graznaron a lo largo del bosque. La diminuta estrella flotó en el aire un tiempo y después se apagó.
—¿Qué es lo que pretendes Ana?
—Y también me ha dado conocimiento… de ti… —susurró Ana ignorando a La Muerte—. Y de la Anciana… y de los ángeles… y también de los magos. Poderes que sólo tú tenías en un principio…
—Ana… olvida todo eso.
—…El poder crecerá por si mismo, conforme… vaya creyendo en mi, y en mi inmortalidad… interesante… ¿Es lo mismo con todos los inmortales?
La Muerte no respondió. Ana se puso de pie, hizo en su mente una imagen mental de una estrella y se esforzó con todo su ser para hacerla más grande, más brillante, más hermosa.
La Muerte miró al cielo y observó que Ana estaba logrando lo que su mente trazaba. Un cuervo graznó y se lanzó tras Ana, La Muerte lo detuvo a medio vuelo con su mano, sin embargo escuchó como los cuervos de todo el bosque se alzaban y empezaban a juntarse contra la hacedora de estrellas.
Ana sonrió, abrió los ojos y miró su obra de arte, había creado a la estrella que había imaginado. Había logrado insertarla en ese inmenso telar de astros que estaban mucho antes que su más bella creación, inclusive pasó por su mente el pensamiento de qué ella podía ser Mamá Dios.
—Soy la madre de las estrellas… ahora… ahora soy su madre… —susurró Ana incrédula, con una sonrisa amplia.
La Muerte alzó sus manos para detener a los cuervos que estaban a punto de atacar a Ana Rodríguez, a ella no le importó en lo más mínimo y decidió caminar hacia donde el rumbo la llevara, ignorando la amenaza.
Se sentía agotada por el gasto de energía, pero no dejó de caminar, decidió que necesitaba aprender y sobre todo, necesitaba practicar, el cielo era su óleo y su alma los pinceles.
La Muerte simplemente observó a Ana partir, y si hubiera tenido rostro, le hubieran visto sonreír. Controló a sus inquietos cuervos que impacientes deseaban deshacer a la persona que había cambiado sus cielos.
Y muy a lo lejos… la risa de una vieja resonó en los montes.