Geraldine vino a mi oficina. Vestía el suéter azul y tenía en sus manos una bolsa con los sandwiches. Llegó como a las siete, oscurecía y ya había terminado con la mitad de mi trabajo. Estaba nervioso y ella se dio cuenta; me abrazó, me hizo mimos, me habló muy bajito como una madre que promete el amor del mundo a un niño. Después de intentar su truco de sanación, Geraldine y yo comimos los sandwiches en silencio. No hubo oración de las gracias. Cuando terminamos, ella me acompañó un rato en la sala de edición. El último intento para sacarme la verdad fue contarme de su día, de sus clases de teatro, de la obra en turno.

No supe como decirle que estaba, mentalmente, tratando de cambiar su suéter de azul a rojo. Supongo que hacía las caras del mago más chafa del mundo porque tres veces miré su suéter, intensamente, y las tres veces ella se exasperó y me preguntó: 

—¿Qué? ¿No te gusta? 

Y exclamó después: 

—¡Si tú lo pediste! 

Siete veces respondí: 

—Me gusta mucho —en distintos tonos y con otras palabras. 

“¿Por qué carajos no cambia de color?”, pensé y eventualmente me rendí. Geraldine, después de un rato, se aburrió y sugirió que era hora de irse. Yo le dije que no, que se quedara un rato más, que su compañía me relajaba y me animaba a continuar con mi trabajo. En un estado más normal, uno donde Ayer no existiera, aquellas palabras se hubieran interpretado como que esa noche quería coger. ¿Cómo podía explicarle que intentaba resquebrajar la realidad y transformar una prenda de un color a otro con el poder de la mente? 

El mago más chafa del mundo salió a la tienda para comprar un suéter de otro color. 

Lo que tú desees.

—Lo que tú desees —dijo ella. Sonrió y me guiñó un ojo—. Hubiera traído mi libreto, aunque casi lo tengo memorizado por completo… ¿Vas a tardar?

Alguna vez leí una historia de Sherlock Holmes, no escrita por Conan Doyle. Era otro autor, uno muy leído, no recuerdo el nombre. En esa historia quien resolvía el caso era Watson. Aún recuerdo como Watson empezó a hiperventilar y, en un estado de excitación y después de euforia, le dijo a Sherlock: “¡Ahora sé lo que tú sientes!, es como si lo viera todo en un sólo punto absoluto. ¿Así te sientes siempre que resuelves un caso, Sherlock?”. 

Así me siento, Watson. Despertó mi consciencia.

—El libreto —dije—, lo dejaste en la mesa donde comimos. ¿Por qué no vas a buscarlo?

Geraldine me miró un tanto extrañada pero no dudó. Geraldine nunca duda cuando pongo cara de convicción. Después fue natural…

—Cierto, lo olvidé —dijo avergonzada. 

Se retiró un momento y regresó con su libreto en las manos. Era el libreto de algún universo paralelo donde ella no lo olvidó, sino que lo trajo consigo para tener algo en qué ocuparse mientras me acompañaba. Era el libreto de mis deseos. El “hubiera” más sencillo. Me tapé el rostro de la emoción y di un pequeño brinco… no estaba loco. 

(Claro que no estoy loco. Esa sería una solución muy fácil a un dilema tan extraño como este. Se los prometo. La locura la dejé en el otro pantalón. Los chistes insulsos son garantía de cordura pero si empezara a dolerme la cabeza como a él… como a él…

Si empezara a dolerme la cabeza como a él es porque se me cayó).  

Recordé mi niñez: tenía entre mis manos un periódico porque deseaba ser adulto y mientras pasaba las páginas, encontré un milagro en la sección de particulares. Un recuadro daba un asombroso poder infinito a través del súper poder de la oración y la invocación de milagros. Era increíble. Era un mensaje para mí. Seguí las instrucciones al pie de la letra: me arrodillé, a un lado de la cama de mi habitación, y recé catorce “Aves Marías”, veintiún “Padres Nuestros” y pedí hablar con Dios. Cuando él no respondió pensé que estaba escuchando, que había parado la oreja para escuchar a uno de sus jovencísimos feligreses. Le dije que deseaba una inmensa fortuna y también, por qué no, la paz del mundo. No era tan egoísta. Y recordé la decepción, la primera amargura infantil, cuando al despertar no había montones de dinero en ningún lugar, ni siquiera una nota de disculpa de Dios por no haber cumplido con su parte del trato.

Pero esta vez… esta vez, el libreto estaba ahí… ¡El libreto apareció ahí dónde yo deseé que estuviera! ¡Dios no me escuchaba porque yo había tomado su lugar! 

Y después todo fue tan sencillo… 

Besé a Geraldine con el triunfo. Con mis deseos el color de su cabello cambió de rojo a amarillo y luego a un negro profundo. Y después cambié la forma de su cabello también… no me decidía entre rizado, lacio, corto o largo. Sus ojos almendrados, sus ojos grandes, sus ojos de regalo. La llevé al baño de la oficina, la obligué a mirarse al espejo mientras le quitaba el suéter azul y deslicé los tirantes de su blusa. Y sus caderas se ensanchaban, sus senos se achicaban a mi voluntad y ella era Lilith, la mujer primigenia, todas las mujeres y todos los hombres. Dios, mucho gusto. Su piel negra, su piel bronceada, su piel amarilla… ella se miraba al espejo, mientras yo mordía su hombro, que no era siempre el mismo, pero todos los hombros posibles, y en cada segundo sabía distinto (a sudor, a crema, a mandarinas, a sal, a arena) y no podía ser el mismo tan sólo porque ella se llamaba Geraldine y yo hacía con Geraldine, de todos los universos posibles, todo lo que yo deseara. Ella miraba al espejo como transfiguraba en todas las mujeres pero no se inmutaba, como si fuese natural que en ella se escondieran todas las Geraldines de todos los universos existentes… y al final, ella no lo sabía… ella no lo sabía como yo… 

Esa noche ella se convirtió en todo lo que yo deseé.