Salir el tiro por la culata
Tres viejitos tenían enfrente de sí tres cajas de tamaño considerable. Las cajas tenían un papelito pegado que decía: “Elige buen, pues sólo puedes elegir una caja”.
Así que los tres pasaban el día discutiendo, dormían mal porque no querían saber que el otro había elegido su caja primero, jugaban piedra papel y tijeras, pero el azar no les servía. A veces se sentaban en cuclillas y miraban frente a frente, uno, una caja… como oponentes en un difícil juego de ajedrez. Solían tornar posiciones, porque creían que así encontrarían la caja indicada.
Entonces, un día pasaba un ángel por ahí y observó la extraña conducta de los viejitos fascinado. Era verdad lo que le habían dicho de la terquedad humana. Después de observarlos un tiempo… se decidió a hablar con ellos.
Pero los viejos tercos, no hacían caso a un terco ángel. Eventualmente se presentó su hermano demonio que silencioso se quedó a un lado del ángel.
—Hermano demonio, tenemos que arreglar esto —le sugirió el ángel. El demonio se encogió de hombros y se quedó en silencio.
—¡Escúchenme! —exclamó el ángel— Cuánto han desperdiciado de sus vidas aquí? Los viejos se unieron en consenso, se cuchichearon un momento y después habló uno.
—Por lo menos treinta años.
Los demás asintieron. El demonio asintió y el angel asintió con todos ellos.
—En vano han desperdiciado sus vidas porque… verán, hay todo un mundo allá afuera aparte de la caja. Está la familia, la felicidad, la riqueza, el amor. Señores… ¿por qué desperdiciarlo ante la incertidumbre?
Los viejos se miraron frustrados unos a otros y se echaron a andar… hasta que el demonio habló con una voz seductora que les propuso:
—Es eso… o lo que hay en la caja.
—¿Qué hay en la caja? —Preguntó uno.
—Como si no te gustara saber por ti mismo.
—¿Una pista? —Preguntó otro.
—La recompensa está adentro.
—¿Cuál debo elegir? —preguntó el último.
—La que te diga el corazón.
Los viejitos no tardaron en regresar a la pelea eterna por la caja. El demonio se echó a reír y el angel negó triste con la cabeza. Así que caminaron juntos dejando atrás a los ancianos.
Y en una parte del camino, encontraron dos cajas, cada una con un papelito que decía:
“Elige bien, pues sólo puedes elegir una caja”.
El ángel y el demonio se miraron de reojo y esperaron con la paciencia mística el primer movimiento del otro.
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Primitivo y el viento.
—Cuéntanos la historia del abuelo Primitivo —dijo un niño.
—¡Si abue! —dijo una niña.
Los dos eran hermanos, morenos de facciones inocentes, ojos grandes y expresivos.
La abuela que estaba sentada mirando al mar, su sonrisa parecía una masa de pan con las arrugas. Acarició la mejilla de la niña y comenzó su relato.
—Hace veinte años hubo una terrible tormenta, la ira de los dioses era increible. Como suele suceder, nosotros pagamos tributos aún en esas fechas, esperando calmar su ira. Nada funcionaba, nada. Yo tenía a un hijo de cinco años muy asustado entre mis brazos y Primitivo trataba con todas sus fuerzas cerrar puertas y ventanas para que el viento y la humedad no nos matara de frío. Pobre Primitivo, nos miró con una cara llena de sudor e impotencia. No sabía como salvarnos. Tomó una red de pescador y salió a la bahía, yo le grité y rogué que no lo hiciera, pero sus ojos estaban encendidos, es una determinación tan ferrea que incluso los dioses hubieran temido. Lo observé por la ventana y creía que su cuerpo desfallecería, observé como lo iluminaban los rayos de la tormenta y el huracán se acercaba a él con tremenda fuerza y velocidad. Primitivo sostuvo la red de pescador con la voluntad de cien gigantes y la alzó lo más que pudo. Puedo decir que Primitivo era el más grande titán que mis ojos hubieran visto. Fue una lucha terrible que duró tres días con sus tres noches. Al final, cuando terminó la tormenta, regresó con un bolso que me pidió que no abriera jamás y cayó dormido.
—¿Qué había en el bolso abuela?
—No lo sé mi niña, ahora anden. Su madre los espera.
Primitivo se sentó en la bahía a pescar, puso un poco más de tabaco en su pipa y fumó con agrado. Llevaba a un lado un bolso que parecía lleno y se movía levemente. Observó el mar que hacía de espejo a las estrellas y se acarició las barbas mientras que su risa se la llevó el viento.
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—No has debido acostarte con ella —le dijo el réctor al hombre joven de cabello gris y lentes. Éste cruzó la pierna y junta las manos con los dedos extendidos, su rostro parece confundido, no sabe como ha llegado la noticia a manos del rector. Mónica no pudo habérselo dicho, después de todo, ella y él tenían un mutuo acuerdo de confidencialidad, ¿quién fue entonces?, ¿algún alumno o docente celoso les había visto en una de sus tantas escapadas al cuarto de trabajadores? ¿los padres de ella habían empezado a sospechar? Pero eso ahora que importaba.
El rector prendió un cigarrillo y le ofreció uno a Antonio, este se negó, había dejado de fumar hacía tres años… había decidido tener la ética para cuidar su cuerpo. De todas formas tomó el cigarrillo, y se lo guardó en el bolso de la camisa. Había adquirido esa costumbre de guardar los cigarrillos que le ofrecían, los coleccionaba como trofeos por vencer su adicción.
—Mira Antonio, yo se que… eres un hombre joven, un profesor joven que se acerca más rápido a sus alumnos que cualquiera de nosotros que tienen ya la experiencia de años. Por lo mismo te digo, que es un error lo que estás cometiendo. Te sugiero que hables con el consejo, que te entregues tú sólo, para que el comité disciplinario decida por tí.
—Mi buen señor —protestó Antonio—. Contrario a lo que puede parecer… ella y yo, tenemos una relación estrictamente profesional por un lado y emotiva por el otro. Separamos lo que es el deber del placer.
—¿Seguro Antonio? Eres un buen profesor, y no quisiera quedarme sin un buen profesor. Te doy una semana, al diablo, si quieres dos, para que pienses en lo que estás cometiendo y me des una solución antes de que te explote la vida en las narices. Ahora ve a dar tu clase, ya hablaremos mañana de esto.
Antonio asintió y tuvo un terrible antojo al mirar el cigarrillo del rector.
—La Ética, como todos sabemos —enunció Antonio y sus alumnos callados lo observaban, unos sonreían maliciosamente esperando algún comentario listillo, otros se ocupaban de hacer algo en el papel, otros tantos sencillamente esperaban como en suspenso. Mónica, sentada en las filas de en medio, le sonrió una de sus sonrisas—, bueno… no todos sabemos, más bien yo sí, que soy su profesor de Ética. Pero me encargaré de que lo sepan. Así que como todos ustedes son unos estudiantes universitarios muy listos y pueden ganarle a este, su querido profesor, me van a hacer un ensayo de la ética que se utiliza en estos tres ramos: psicología, jurídica y social. Sean generosos por favor. Se pueden ir.
Escuchó las protestas acostumbradas y esperó a que se fueran todos, sacó el cigarrillo y lo observó, lo giró, le dio vueltas… Mónica lo estaría esperando allá afuera, sacó un encendedor y puso el cigarro en los labios… jamás podría terminar con Mónica, tan joven y tan coqueta. Lo prendió y disfrutó la ráfaga de dopamina que se diseminó gracias a la nicotina en su sistema. ¡Salud por la Ética!
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—¿¿¿Qué tengo qué???
—Besarla hijo, besarla. Se juntan las bocas y pues… eso se hace.
—¡Qué asco! ¿Eso se hace con las niñas?
—Si hijo, es algo natural… cuando la quieres mucho como que te dan ganas de darle un besito y ya…
—¡Qué asco! ¿Aunque hayan comido pescado?
—No hijo… por lo general uno se lava antes los dientes.
—¿Y si la niña no tiene dientes papá?
—Pues … no sé… tú mamá siempre ha tenido dientes.
—¿Tú has besado a mi mamá?
—Si hijo, porque la quiero mucho.
—¡Qué asco! ¿Y la besarías aunque se le cayeran los dientes?
—Pues no se si eso tenga que ver hijo…
—¿Qué tal que se le pudren o se le hacen negros?
—Hijo… creo que tú mamá tiene mucho sentido de la higiene…
—¿Y si se te pudren a tí?
—Estoy seguro qué…
—¿Y si mamá tiene microbios, papá? ¿Te imaginas? ¿O a ella no le molestan tus microbios?
—Este hijo… creo que eso es lo de menos…
—¿Y tú qué fumas? ¿Ella no te ha dicho nada? ¡Qué asco!
—Ah… uno se olvida… de… esas cosas…
—¿Y la baba? ¿Toda la saliva? ¿Se la tragan?
—…
El hijo se retira con un evidente rostro de asco hacia su recámara, el padre le sigue perplejo y automáticamente toma su periódico para continuar leyendo, segundos después… frunce el ceño y susurra–: Si es cierto… que asco…