Antes de dormir, acostumbraba prender una veladora aromática que era un sano rito al que se había acostumbrado sin querer. Primero fue porque paseando encontró una tienda que las vendía y le gustó el aroma de una azul oscuro en forma de luna. Se la llevó y la prendió todas las noches, hasta que la luna se derritió y el aroma se fué. No hubo problema, se acostumbró a comprar una vela cada que fuera necesario. Asimiló con gusto el rito y lo practicó cada noche.

Prender con fuego a la luna y cuando esta menguara, comprar una luna nueva.

Se sonrió, le gustaba acostumbrarse y le encantaba asimilar.

El segundo rito, fue cuando se cortó por error con un papel uno de sus dedos, un miércoles por la noche. El impulso fue llevárselo a los labios y chuparlo. Le dolía mucho. Sus ojos, jugándole una travesura, lo arrastraron al papel blanco que sangraba carmesí y fascinado, observó como la pequeña gota de sangre se extendía hasta que no pudo más. La herida del papel estaba cicatrizando, le pareció y se sonrió. El tiempo no había cicatrizado, porque seguía observando la mancha roja del papel. Hasta que se decidió tirarla a la basura.

El siguiente miércoles, volvió a cortarse y miró al papel sangrar. Ya lo había asimilado. Incluso interpretó el mismo rostro de dolor, cumpliendo el rito al pie de la letra.

Paulatinamente, otros sanos ritos fueron asimilándole y él fue asimilándolos. Hasta llegar al punto que los que le conocían, pensaban que su vida no era una rutina, sino algo espontaneo. Ya que había ritos que debían ser cumplidos en tiempo, o en espacio o después de una serie de situaciones. Con maestría se había entrenado para cumplir todos los ritos al pie de la letra y darles un orden prioritario. Era difícil cuando tres o cuatro rituales se le juntaban.

Entonces, conoció a la mujer que a la fecha, todavía no puede describir.

Primero fue en una foto que no podía olvidar y rompió con los ritos banales. La imagen de ella, de alguna manera, había tenido que reemplazar espacio en su mente y en su espíritu para poder conservarla. La mujer le había interesado, se decía, y nada más. Cuando se lo decía, olvidaba cumplir con pasar una mano por su cabello cuando pensaba en una de las mujeres que había conocido y la imagen de ella lo reemplazó por sonreír. Se olvidó de cumplirlo, porque pronto se borrarían las imágenes de otras mujeres y quedaba la mirada de ella, haciendo travesuras con sus ritos.

Cuando le escuchó la voz, olvidó sus ritos medianos. Comía a deshoras y ya no tenía un menú, porque escuchaba la voz de ella dictara que habría de comer. Su cuerpo, acostumbrado, quiso resistirse con palidez y enfermedades. El espíritu se le negó y el alma también, porque la voz y los recuerdos vibraban más fácilmente adentro que afuera. Era natural, pensó un día que descubrió que sus ritos se estaban perdiendo. No le tomó importancia y permitió que ella creciera.

No se percató de que su mente y su cuerpo se estaban separando. El cuerpo deseaba salvarse y la mente, tenía una sencilla indiferencia. La gente entonces ya no lo vio como espontáneo, sino como un loco. El cuerpo cumplía los ritos a medias y trastabillando entre uno y otro, confundiendo y mezclando las recetas ya establecidas. El cuerpo hacía que sus manos temblaran y lo empujaba a cruzar calles cuando el permiso lo tenían los coches, una vez lo bajó a los rieles del metro antes de que este pasara y después lo subió, preocupado todavía por su propia existencia. Y la mente sencillamente volaba, interviniendo en el cuerpo de vez en cuando para decirle que escribiera su nombre y escribiera cuanto le quería.

Cuerpo aceptaba a regañadientes. Mente se dio cuenta de la rebeldía del cuerpo y tuvo que engañarle para llegar al tercer paso: había de conocerla.

Los engaños sirvieron y mataron los últimos ritos que quedaban. Obligaron a cuerpo a doblar en esquinas, entrar en pasillos, caminar calles para encontrarla a ella. Los ojos se abrieron aterrorizados de saber que la mujer de la foto existía y la nariz quiso escapar del olor envolvente, pero no pudieron y la asimilaron con una dulce violencia que se metió hasta por los poros y corazón empezó a bombearle sangre, nada más a ella. Los principales ritos murieron y cuerpo aceptó vivirle a ella en abrazos, en caricias, en cercanías.

Ella tuvo que irse, pero prometió regresar con la mirada.

Cuando se fue, mente y cuerpo se volvieron locos, cada uno a su manera. Cuerpo se dedicó a perseguir gatos y estrellarlos contra la pared. Mente se dedicó a rezar su nombre cada dos o tres horas. Los gatos los reemplazó por niños y los rezos, por versos enteros. Cada minuto de ausencia que sufría por ella, se convirtió en un niño muerto y en un verso prófano del Libro de Nod. Nuevos ritos, para un hombre desahuciado por no mirarle.

Los ojos pronto se le inyectaron de sangre y sus manos empezaron a marcar con un cuchillo, los días que habían pasado desde que la última vez que la había visto, en la piel de una vieja que antes vendía en una tienda. Sonreía con dientes blancos y se miraba al espejo antes de salir en la calle. Tenía que verse como un hombre normal, para que la gente no sospechara y le dejara cumplir los ritos que le debía a ella.

Y ella no regresaba.

Rezó desesperado porque lo hiciera, pero no fue suficiente. Para no olvidarle, tuvo que juntar todas las fotos que de ella tuviera y tapizó las paredes a lo largo y ancho de su habitación que antes era blanca. Se aprendió de memoria su cuerpo y en abril, se dedicó a cazar mujeres para cortar los pedazos que le sirvieran. Hizo una estatua de carne, huesos y sangre para rendirle tributo cada noche. Buscó los dientes (que habían sido difíciles), los labios delgados, la piel blanca, el torso que no había visto desnudo y piernas largas que solo podía adivinar.

Una vela aromática en forma de luna le miró de testigo dormir en el piso, a los pies del cuerpo armado, susurrando su nombre y esperando fielmente su regreso.

No fue suficiente. Hizo otros dos cuerpos. A cada uno les dio un nombre de un demonio del Necronomicón.

Curiosamente, ojos no los hallaba iguales. Y los cuerpos construidos, sin ojos le miraban.

Le gustaban sus nuevos ritos y fue cuando Cuerpo decidió aprovecharse de Mente débil, diciéndole que estos no eran suficientes. Se preguntó así mismo cuál podría ser la manera y se sonrió al comprenderlo. Ella regresaría pronto, ¿cómo debía hacerlo? Se le había metido al cuerpo por medio de la mente, tal vez… también debiera hacerlo por los dientes. Practicó con sus tres estatuas, comiendo carne cruda y acostumbrándose al sabor con amorosa paciencia. Compró muchos cuchillos y eligió con amor, siete de ellos que habría de guardar para cuando se vieran de nuevo.

Caminó en círculos en su habitación y con sangre marcó los ojos de ella en todas las fotos. Prometió conservar esos, ya que no podía encontrarlos en nadie más. Todas las noches continuaba prendiéndole una vela aromática en forma de luna, el rito original que nunca le había dejado. Se miraba al espejo y practicaba su sonrisa y su mirada, para que cuando ella le viera, se le entregara con toda confianza.

Sanos ritos, para un hombre que extraña demasiado.