¿Les he contado de Irineo Martinez y de Gordon Benson? ¡Claro que no les he contado! Un par de leñadores, muy buenos por cierto, cuando trabajaban en equipo. Veinte años tirando árboles en la primera sección del bosque de Jaramillo y nunca faltaron, ni una sola vez, a su cuota. Pero para las decisiones, el que mandaba era Irineo, ¡ese negro si se las sabía todas! Nomás alzaba la cara y sabía cuantos hachazos necesitaban para tirar los robles, los fresnos y los encinos. El güerito de Gordon escuchaba, decía que sí a lo del negro y lo apoyaba en todo. El negro se la pasaba gritando y riendo en voz alta, el güero nomás alzaba su cerveza y decía que sí.
Si, esos negros son de sangre bien caliente. Me ha contado Irineo que pueden bailar hasta al amanecer y tambor que les pongan, pueden tocarlo. Que aguantan hartas horas en el sol, a diferencia de nosotros, los chocolates o del güerito de Benson. Eso decía el pinche Irineo y se reía de nosotros. Era muy bueno leñando, pero muy malo haciendo amigos. Nadie podía entender como se llevaban bien, el güero y el negro. Realmente, el güero siempre se llevó bien con todos. Un camarada atento y dispuesto a ayudar. Muy raro en los gringos. Nadie sabía si era gringo de nacimiento pero todos los güeros son iguales.
El negro, por alguna razón, no se atrevía a burlarse de Gordon. El Gordolfo le decíamos nosotros, por grandote y musculoso. De por si, así somos todos los leñadores, pero el grandote más todavía. Una panzota de este vuelo y fácil, dos metros de altura. Trajo a Jaramillo un hijo que también se hizo leñador, aunque era el más flacucho. Pero el Irineo, siempre procuraba que no se hablara mal del Gordolfo, ni de su hijo flacucho. Ese Irineo, no sabía que también hablábamos a sus espaldas, sobre todo de él… nos llamaba chocolates, nos llamaba piel de burro, nos llamaba tantas cosas. Nadie se enojaba con Irineo mucho tiempo, porque tenía buenos chistes. Pero de todas maneras, si quedó uno que otro resentido.
El Güero Gordolfo Gordon y el Negrote Irineo. De su muerte… esa si es una muy buena historia.
—Éste árbol es gris, definitivamente, es gris.
—Si, es gris —respondía Gordon distraido, o paciente, o nomás dándole por su lado.
Unos nos atrevíamos a discutirle a Irineo, y este empezaba a ladrar que no era ni verde, ni rojo, ni purpura con motitas rosas. No, era gris y punto. Y se reía de nosotros, se callaba, se iba con Benson y su hijo a su sección del bosque. Daba vueltas como un perro sin casa, a ver que hacíamos nosotros, nos repetía que definitivamente era gris, nos traía un pedazo de la corteza del árbol y casi nos la aventaba a nuestra cara. ¡Hasta Gordon sabe que es gris!, eso nos exclamaba el Irineo. Era igual de negro por dentro. A veces se portaba bien. Yo creo que tenía miedo de nosotros, de que le echáramos el mal de ojo. Ya he conocido personas así antes y no importa el color de piel. Así se portan porque tienen miedo.
Benson ya había aguantado mucho lo del árbol “gris”. Le preguntábanos que pensaba él de a de veras y se negaba a decirnos. Nos miraba con una sonrisa de misterio. Y se callaba aún después de bien pasadas las chelitas, ¡las cervezitas pues!. Benson le daba vuelta a la plática, y sobre todo, cuando llegaba Irineo. A nadie le daban ganas de pelear por el color del árbol en las horas de la cena. Nomás nos dedicábamos a beber y disfrutar de las meseras. Buenas meseras había en ese lugar. Irineo presumía que se las había llevado todas, y bien sabíamos que no era cierto, pero se inventaba unas historias que hacía creer que si. Nos las exclamaba con su voz grave y sus ojos grandotes, que le daban luz a toda su cara. Sabíamos que Benson se había llevado a la más bonita, pinche güerito, tenía pegue… nomás que era muy callado para aceptarlo.
Ya nos habíamos cansado del árbol, aún así el negro estaba insiste que insiste con que era gris. Ya todo mundo le daba el avión, siguiendo el ejemplo de Gordolfo. Parecía que le dábamos cuerda, fregando a cada momento que podía, diciendo que si era gris. Y pues también conozco a hombres con la paciencia de Benson… son esos hombres callados, que parecen estar bien y un día, se rompen como una varita. ¡Pero qué varita!. Y pues todo mundo se enteró cuando se cansó de la misma cantaleta. Salió bien enfurecido de su casa esa mañana, la piel se le veía toda roja y los labios, secos, secos. En cuanto empezó Irineo, Benson se puso bien rojo, como diablo y le gritó que era café, que el pinche puto árbol era café como todos los pinches putos árboles en ese puto bosque emputecido. Así le gritó. Que como era posible, que en su negrota cabezota desproporcionada y su pendejo cerebrote no cupiera la capacidad de ver que el pinche puto árbol era verde. ¡Y verdad de Dios, que con esas palabrotas lo dijo! Pues hasta el hijo de Benson se hizo chiquito y desapareció de repente al mismo lugar que todos nosotros, quienes nos hicimos para atrás y miramos de lejitos. Pero miramos. No podíamos perdernoslo.
¿Pues el negrote no sonrió? ¡Claro que sonrió! Sonrió pero de enojo. Y la luz de sus ojos, igual que de sus dientes, se hizo bien negra. Si saben a lo que me refiero: la pura metáfora, como diría un poeta que camina por aquí. Se le puso la cara bien dura, igual que carbón del malo. Alzó sus manotas y su boca se hizo enorme, como el hocico de un cocodrilo.
—¡JA! —gritó Benson— ¡Demuéstrame lo que es café, cabrón! ¿Oh qué? ¿Me vas a decir que soy un cafesito, como todos los pinches blanquitos que he conocido en mi vida?
Sobra decir que todos estábanos temblando y algunos se reían de las caras de Irineo y la verdad si, yo también me reí. Eran bien graciosas. Y Benson se calló, pensábanos que ahí terminaría todo y que Irineo ganaría de nuevo. Ya estábamos recogiendo nuestras hachas y tranquilizándonos, cuando escuchamos al güerito responderle a gritos.
—¡Nah! ¡Tú eres negro azabache, eso es lo que pasa! Ni sabes distinguir, ese árbol, ese putote árbol, que es café. ¡No me obligues a pegar los ojos contra la corteza para que lo veas bien!
Fue la primera vez, que vimos a Benson en ese modo. Se gritaron de majaderías un par de horas y lo más curioso, es que jamás se tocaron. Ni se empujaron. Si acercaron los rostros para gritarse a todo lo que les daba su ronco pecho. Como perros que ladran y no muerden. No mordieron ni una sola. Y se gritaron durante horas, tanto así que mejor nos pusimos a trabajar. Ya ni les prestábanos atención. La discusión duró hasta muy entrada la noche y tratamos de acercarnos para decirles que callaran, y no lo hicieron. No, ni nos pelaron. Nomás siguieron gritándose el uno al otro. Nos juntamos los demás leñadores, no queríamos dejarlos solos en el bosque… el bosque en la noche, es demasiado peligroso. ¡No me dejarán mentir! Andan espíritus en la noche, y brujas, y otras cosas. Yo me ofrecí junto con otros tres compañeros y mandamos al hijo de Benson a dormir.
Y pus como vimos que iba a estar dura la cosa, hicimos turnos y a mi me tocó el primero. Vaya que me tocó el primero. Y de haber sabido, hubiera pedido el último… ¿saben cómo terminó la discusión? En las noches, los bosques de Jaramillo adquieren vida propia y pues el árbol gris/verde se cansó de que lo putearan. Así como me oyen… se cayó, primero aplastó a uno y después rebotó para aplastar al otro.
Aplastó a uno… y luego rebotó, para aplastar al otro. ¡Verdad de Dios!
—Ah, pinche negro. ¡Qué no! En primera, dije que era café. Café, café, café. ¿Qué problema tienes con el café, cabrón?
—Era gris, güero. Gris. El árbol se enojó y nos aplastó, lo insultaste. Nos cayó encima por mamotretos. Y era gris.
—Pero ahora si no te ríes, ¿verdad? ¡Ahora si mansito como cachorrito! Ahora que estamos aquí, en el culo del mundo.
—El árbol era gris, definitivamente. Gris… gris gris gris.
—¡Ya cállate! Ahí viene un hombre jalando una carreta, tal vez nos pueda llevar. Y el árbol era café y te callas.
—Gris te digo, gris.
—p…..ta………m….a…….r….e.
—Conté 10,612 estrellas —dijo Irineo en voz baja. Cuando se estaba muerto, se tenía demasiado tiempo.
—Si, son 10,612 estrellas —acordó Gordon.
—¡JA! Yo sé contar perfectamente, no que esos piel de burro. ¿Te acuerdas de esos pieles de burro, Gordon? ¿Los recuerdas? ¡Teníamos que contar el cambio en el restaurante, siempre! Siempre me preguntaban a mí para que lo hiciera. ¿Te acuerdas, Gordon?
Gordon suspiró, sin ganas de discutir ese día y esperaba silenciosamente, que estando muerto no se levantara un día de malas. Sonrió, se dio cuenta que la muerte entrenaba la paciencia a límites increíbles… y solo por si necesitaba saberlo un día, empezó a contar las estrellas por su cuenta. Irineo no era tan bueno con los números como presumía.