Benson fue un hombre malo, cargaba con el asesinato de toda una familia y cuando escapó de la cárcel antes que lo ejecutaran ya era demasiado tarde para preguntarse como su vida había llegado ahí. Se sonrió y se acarició el rostro lleno de cicatrices, manchándolo de sangre: Había sido tarde toda su vida. Ya ni siquiera recordaba por qué había matado al padre, a la madre y a la hija. Benson fue un hombre malo y ya no quería recordarlo. No quería preguntarse como su vida había llegado hasta ahí.
Corrió por el bosque maltrecho y húmedo que estaba a unos cuantos kilómetros de la cárcel, pronto se darían cuenta de que había escapado. Si no es que se habían dado cuenta ya. El detective Cariotti estaba al pendiente de él todo el tiempo. Un detective gordo, con barba mal afeitada y bigote de cerdo, una voz chillona y decían que cuando mordía a su presa, no la dejaba ir. Cariotti lo había mordido a él, por ser un hombre malo, pero eso ya no importaba. Si seguía corriendo estaría lo suficientemente lejos y no habría posibilidad de que lo detuvieran… estaba acostumbrado a correr en los bosques, desde niño los conocía ya que su padre fue un leñador y más tarde, el también lo había sido. Le fascinó el bosque de niño, aprendió a conocer los sonidos e identificó a los árboles por nombres. Fue donde hizo el amor por primera vez y también donde tuvo sus primeros besos.
Apretó los dientes dolido… fue un hombre malo y no le gustaba recordarlo. No le gustaba ser malo. La familia no había sido la primera en sufrir cuando todo se volvía rojo y le entraba el impulso. El primero fue el velador del cementerio donde antes estaba la pintora enterrada, de él si podía recordar los motivos… había pasado tanto tiempo buscando el cementerio y cuando le dijo que el cuerpo había sido cambiado de lugar, le había dolido tanto que todo se volvió rojo y violeta. Cuando despertó el velador estaba muerto y él había sido malo.
No le gustaba recordarlo y las manos de Benson gotearon sangre que dejó un rastro en las hojas caídas del bosque.
Cariotti miró el cuerpo del policía muerto en la comisaría mientras comía un bigote con relleno de chocolate. Un policía más joven miraba con miedo el rostro desfigurado del policía muerto en el piso. Miró los ojos hundidos en su rostro y un río de sangre que nacía del mar en la frente del policía para llegar al piso. El Detective Cariotti le dio otra mordida a su pan de dulce, con un rostro por demás indiferente, pequeñas migajas de pan jugaron a rodar en su bigote y su barbilla prominente.
—Y bien, ya sé quien fue el estúpido —susurró Cariotti indiferente.
El policía sintió asco, imaginándose lo que sucedió, se le escapó un gemido provocado por el temblor en todo su cuerpo. Cariotti arrastró sus ojos, sin cambiar la posición de su cuerpo, para mirar de reojo al joven policía.
—Usted puede quedarse aquí. Es impresionante que en este pueblucho de mierda jamás hayan visto un crimen. Idiotas, idiotas… iré a perseguirlo antes de que se vaya… solo una semana para su transferencia. Sólo una semana.
Y Cariotti, al salir y meterse al coche, miró a la pequeña estación del pueblo Segundo de Jaramillo con lástima. No le gustaba esto, no le gustaba nada. Y a decir verdad, pocas cosas le gustaban a Cariotti que no fueran su pistola y la palabra: “Piedad”. Le tenía un afecto especial.
Hacía quince años que había llegado a Jaramillo y todo seguía pareciéndole un pueblucho supersticioso. Le habían contado de aquella vez, que el mismo Satanás se había adueñado del pueblo hacía unos cuarenta o cincuenta años y todavía se reía.
Ya había poca gente en Jaramillo que creyera esa historia, sin embargo, seguía habiendo demasiada superstición. A Cariotti no le agradaba creer en algo que no fuera su arma y sus bigotes de chocolate.
¡Manos regordetas! ¡Mis manos son regordetas y grises! El policía me ha ofrecido un cigarrillo, yo no fumo. ¡Asqueroso humo! Me ha dicho que me ve muy tranquilo, ¡SOY TRANQUILO! ¡SOY TRANQUILO! … lo soy… todo está… morado, morado… rojo, rojo… violeta, violeta… morado… morado… si, está abriendo la celda. Me está viendo llorar, está abriendo la celda. Quiere salir a caminar como hace conmigo todas las noches… quiere salir a caminar, quiere que demos un paseo, dice que me tratan como una bestia cuando soy tan tranquilo, no sabe que he sido malo. He sido malo, señor policía. Me sonríe, me sonríe. Si… salgamos a caminar policía bonito, anda, salgamos… te acompaño policía… ¿sabes dónde está? ¿dónde está enterrada la pintora? Si… Madame Giraud, ella. Madame Giraud, ¿podemos caminar allá, bonito policía? No te llamas Daniel, te llamas bonito policía… llévame a caminar allá. ¡Llévame a caminar allá! No, No… no puedo, ¡ya no más! VIOLETA, violeta, VIOLETA, violeta. No, no, policía bonito no merece esto. No me mire así policía bonito, policía es bueno con malo Benson. No me mire así. No, no… por favor, no. Ojos, sus ojos. No me tema. Lléveme al cementerio, no diga que no. ¡HA DICHO QUE NO! ¡ROJO! ¡ROJO! ¡ROJO! ¡ROJO!
Benson siguió corriendo en el bosque, hasta que se topó con un inmenso hombre de dos metros y músculos grandes que tiraba los árboles con solo empujarlos, caminaba en el bosque buscando algo, su rostro parecía tonto y confundido. Aún así, Benson le tuvo miedo, le miró sigilosamente y prefirió evitarlo. Conocía a los animales heridos, propensos a matar… él era uno, y sabía que si se metía con él, no lo lograría. Esperó a que el hombre desapareciera de su vista, sentado y abrazándose con las manos las piernas pegadas al pecho, se meció suavemente.
—Morado, morado —susurró Benson, con los ojos muy abiertos y el claro de luna, hizo sombras en su rostro e iluminó sus ojos de gato, cuando la luz podía atravesar las densas hojas de los árboles nocturnos. Poco a poco, cerró sus ojos, todavía mirando la sombra del hombre grande en el bosque y cayó en un sueño profundo.
Hacía treinta años, aproximádamente, una pintora había llegado a Jaramillo. Una señora grande, que decían estaba loca. Tenía muchas manchas en la piel, excepto en las manos y usaba siempre un vestido grande, de holanes, rosa manchado por viejo, no por sucio. La gente cuando le miraba pasar se preguntaba porque su vestido nunca estaba sucio. Habían llegado a hacer teorías de que tenía varios en casa. También salía con una sombrilla colgada en el hombro, a como era la vieja usanza y se sentaba a orillas de un puente que había entre Puerto Octay y Jaramillo, para pintar.
A nadie le interesaba lo que había en el lienzo, ya nadie quería acercarse a ella, porque tan pronto lo hacían, el rostro dulce y pasivo de Madame Giraud, se volvía como el de un perro ladrando. Acusando a todos de que querían robarle la idea de su pintura. Alzaba la sombrilla y casi se tropezaba con el vestido, aunque de milagro se mantenía en pie. Tal vez eran los años de práctica.
El pueblo había aprendido dejar sola a Madame Giraud. Cargaba sus cosas sola, su cabastro, su lienzo, sus pinturas y sus rabietas en su rostro dulce. Esa era Madame Giraud y se dedicaba todos los días a pintar a un niño, que le había rentado a un leñador, todos los lunes de dos a cuatro de la tarde. Al niño le impresionaba mucho Madame Giraud y su seriedad al pintar, como alzaba sus manos en un gesto de aristocracia, doblando la palma y sosteniendo la muñeca firmemente. A veces se preguntaba si pintaba o si dirigía una orquesta o si realmente untaba de mermelada su lienzo, mermelada de fresa y vestido rosa. Así se acordaba de Madame Giraud.
Cuando Madame Giraud acabó su pintura, llamó al niño con las manos. Él pequeño Ben estaba muy emocionado y quería verla. Sin embargo, Madame Giraud la tapó con una tela beige y le sonrió al pequeño. La vieja tomó su rostro entre sus manos, acercó sus ojos azules casi transparentes, le dio un beso en la nariz sabor a naftalina (no a mermelada) y le dijo que le quería.
Benson sintió un brinco en su corazón y fueron sus ojos curiosos quienes le traicionaron, porque pudo ver a través de la manta morados, rojos y violetas. Madame Giraud se dio cuenta y dudó, dudó de quitar la manta. La jaló poco a poco y el niño se sorprendió al ver su retrato. Su seriedad pintada en morados, su rostro pintado en violeta y sus manos grises…
—Me faltó rojo, me faltó rojo para tus manos —dijo Madame Giraud distraida—. Pero ya no importa, ya no importa mi pequeño. Habrán más pinturas y la tuya ya está terminada.
Cariotti despertó a Benson poniéndole el cañón de su pistola en la frente, el perro nunca soltaba a su presa pensó orgulloso y sonrió. Benson le sonrió al detective, había llorado en sueños porque tenía los ojos rojos y lágrimas secas que habían limpiado su rostro lleno de tierra y cicatrices.
—Quiero ir al cementerio, quiero ir al cementerio a ver a la pintora.
Cariotti movió su bigote, estaba a punto de negársele cuando escuchó a Benson decir—: Por piedad. Llévame al cementerio a verla.
A Cariotti le gustaba la palabra y miró los ojos de Benson. No estaba ante un hombre, estaba ante un niño… a un niño animal. No había solución para Benson, de todas maneras sería ejecutado, bien podría otorgarle el último deseo. Lo ayudó a levantarse y se lo llevó al coche, lo escuchó saltar como un niño contento al que llevarían al circo, a ver su primer elefante.
Cariotti lo miró en el cementerio envuelto de noche, indiferente mientras comía un bigote de chocolate. Lo miró desenterrar el cuerpo con sus manos y hundirse en la tumba para abrir el ataud podrido, a cada mordida que daba a su bigote y cuando ya no quedó bigote que morder. Ya estaba Benson sacando al esqueleto lleno de tierra, vestido de rosa de Madame Giraud.
Miró un rato a Benson, jugando con el esqueleto, abrazándolo y dándole vueltas. Trataba de poner las manos en su rostro y exclamaba: “Rojo, dame rojo Madame Giraud… ¡Rojo! ¡Rojo!”. Cariotti le miró, suspiró y se encogió de hombros. Había sido mucha piedad por ese día…
El Detective Cariotti alzó su pistola y disparó todas sus balas a Benson. Le gustaba hacer favores a la comunidad. Regresó a su coche, sin importar la tierra esparcida en el Laberinto y los dos cuerpos que ya ocupaban una tumba. Abrió su guantera y sacó otro bigote relleno de chocolate, lo abrió lentamente y disfrutó mordiéndolo, unos minutos antes que el sol saliera enrojeciendo el paisaje.
Piedad y su pistola, por lo general iban juntos.