Me senté a esperar mi camión, eran las nueve y cuarto de la noche. A esa hora, todavía pasan los dos o tres últimos y se van como bólidos. Si tenía suerte, uno de ellos haría la parada. Por lo general, a esa hora ya se quieren ir y recogen a la menos gente posible. Se van rapidísimo… parecen diablos.

Me gusta que vayan rápido.

Fue cuando lo olí, porque primero lo olí. Un inconfundible olor de aquel que no se ha bañado en meses. Pasó frente a mi y se me quedó mirando, tenía bigote y estaba bien afeitado, lo que me sorprendió un poco. No me había puesto a pensar en ello, en el que estuviera bien afeitado y con el bigote arreglado.

Cuando me vio hizo un gemido, yo me encogí de hombros en señal de que el último cambio se lo había dado a uno como él. (Y curiosamente, era cierto. Por lo general no doy dinero a los indigentes, hoy no sé que me dio).

El tipo se sentó a dos asientos del mío y se me quedó mirando. Si, seguía oliendo mal, pero aparte de eso, se comportaba extraño. Alzaba una mano y la sacudía, la sacudía, la sacudía. Cruzó la pierna un par de veces, metió su mano en unas botas de mujer y empezó a rascarse los pies, de una manera un poco frenética. A veces gemía, a veces mugía, a veces reía.

Me miraba y se reía.

Entonces yo me empecé a reír de mi mismo. Estaba tan atento a lo que hacía. Lo miraba de reojo, no quería hacer contacto visual con él. Estaba o drogado con cemento y tiner, o algo peor. Apreté el puño donde conservo mi anillo de plata. Lo he usado antes y es efectivo. Fue así, que mirándolo de reojo, me di el lujo a pensar como haría todo altruista que se cree burgués o viceversa: “¿Cómo se les puede ayudar a estos hombres? ¿Qué se necesita para ayudarles?”.

¿Qué se necesitará? No lo sé… entonces viene la voz del pasado —Mi abuela, cuando se encontraba con uno— a decirme: “La verdad es que está joven, todavía puede trabajar. No hay excusa. No se les puede ayudar, si no se ayudan a sí mismos”.

Y cuando pensé eso, el tipo se rió.

Empezó a hacer ruidos con algo, metal con metal, con la mano que tenía escondida. No me asomé a ver que era, pero seguí listo para cualquier cosa. Uno nunca sabe, de veras que uno nunca sabe. Cuando estás en una zona de indigentes, lo mejor es darle cinco o diez pesos para tranquilizarles, si no, bien te pueden asaltar. Es verídico, es la Ciudad de México.

El tipo se movía, se movía. Hacía cosas, alzaba los pies, los tiraba. Y mi camión no llegaba, las nueve treinta y cinco. Me sonreí. Y el tipo me imitó. También sonrió. Ya no sabía que pensar, ni que hacer. Estaba estresado por la situación, más no nublado por la histeria o la paranoia. Justo como pensé, estaría tranquilo y si se atrevía a hacerme algo, seguiría tranquilo. Es importante no asustarse, tener la cabeza fría para tomar cualquier decisión.

Tan sólo era un indigente que hacía ruido con una cosa de metal en sus manos. No sabía que era. Y no quería saber.

El tipo se acostó en las bancas, en algún momento. Fue cuando establecimos un contacto visual. Dijo algo, y me sorprendió que dijera algo, ya que todo el tiempo se la pasó haciendo ruidos. Por un momento creí que ya no sabía hablar.

—Todos son…

Y la última palabra se perdió. Repitió su “Todos son”… se me quedó mirando y yo le correspondí la mirada. Si, todos somos.

Llegó mi camión, me levanté tranquilamente y me subí. Lo vi por la ventana y seguía comportándose igual. Seguramente nunca importó que yo estuviera ahí o no. O tal vez lo hacía a propósito. Tal vez le gustaba verse como loco ante la gente… todavía me pregunto, ¿por qué su rostro estaba tan bien afeitado? ¿cuántos días llevaba sin bañarse?

Es extraño…