Ernesto Rodriguez, cargando a su hija de dos años, decidió hacer su hogar en las afueras de la ciudad de Jaramillo. Encontraron una casa abandonada en Puerto Octay, de tres habitaciones en total y hecha de madera. A Ernesto le agradaba que tuviera vista al mar, a su esposa le hubiera encantado.

Recordó el consejo de aquella anciana que le dio la bienvenida: “Luche mucho y no se rinda”. Eso pensaba hacer, se lo debía a su hija y a su difunta esposa.

En su maleta, llevaba unos pantalones de lana y una camisa. Había vendido sus trajes cuando no pudo conseguir trabajo en la capital. Lo demás, era la ropita de su niña (Isabel), la cual estaba dormida en sus brazos. Costaba mucho trabajo cuidar a una niña y eso le hacía recordar cuanto extrañaba a su esposa.

Sentó suavemente a la niña, quien protestó un poco porque estaba dormida. Dejó unas cobijas en una esquina de la pequeña casa de madera y las preparó para improvisar una cama. Cuando le vio forma, regresó por su hija y la acostó. La niña sonrió en sueños y rápidamente se adueñó de la cama.

Agradeció al dueño anterior de la casa, que al menos tuviera una silla y una mesa. Revisó otras dos puertas, una era un baño con una modesta tina y la otra era un armario. Vació el contenido de su maleta (un biberón, pañales de tela, jabón y la poca ropa de repuesto de él y de Isabel) y después la dejó en el armario.

Sería difícil. Pero ya cualquier lugar era bueno. No se imaginaba que Jaramillo fuera diferente a los otros lugares donde había luchado para conseguir trabajo como profesor. El problema siempre había sido Isabel, no había con quien dejarla y lo que otro hombre hubiera hecho en su lugar, hubiera sido conseguir una mujer que le ayudara con ella. Ernesto no se sentía listo para otra mujer. No quería a otra mujer.

Se sentó en la silla de madera y miró a su niña dormida. La lucha valía la pena. Recargó su rostro en sus manos y apretó sus ojos. Si, luchar por ella valía la pena.

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Fuerte carcajada.

Sollozos de emoción.

Risas, risas… soy tan feliz.

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Cuando Ernesto llegó, se enteró que un tal Lurendberg estaba en el poder y al pasear por la ciudad, con su hija callada en brazos, notó que no había escuelas. Lurendberg parecía no apreciar la educación. Todas estaban abandonadas y eran hogares de indigentes o habían sido transformadas en clubs o puteros. Ernesto suspiró por su mala suerte y pensó en abandonar Jaramillo, al siguiente día. Pero algo le dijo que debía quedarse y luchar ahí. Debía intentarlo, ya se había cansado de huír.

Se dedicaron a caminar en las ciudades, el poco dinero que tenían se lo gastaban en comprar algo de comida y leche. Isabel requería muchas atenciones, ya estaba dominando el arte de pedir que quería ir al baño. Aún había muchas veces en las cuales la situación era un poco incómoda y en plena calle, o en la espalda de Ernesto mientras la llevaba cargando, la niña no se aguantaba.

Las primeras ocasiones, Ernesto se desesperaba y se ponía de malas. Le molestaban los orines en la espalda, de calle en calle y el sol o la lluvia a cuestas. Sin embargo, nunca le gritaba. Sabía que era una niña y él había aprendido de su padre.

Una vez en el pasado, Ernesto le había pegado a su hermano de cinco. Su padre entonces le dijo con voz grave y serena: “Mide tu fuerza con la de la criatura. ¿No ves? ¿Qué no estás consciente del tamaño?”. Desde entonces, Ernesto no volvió a ponerle un dedo encima a su hermano y no lo haría con su hija. Por más de malas que estuviera.

Aprendió a asimilarlo, porque amaba a Isabel.

Fue reconfortante y fue extraño, la primera palabra de ella—: Perdón.

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Adelante, atrás.

Escucha hijo, esto que te digo.

En las calles, Ernesto e Isabel aprendieron que Jaramillo no podía ser abandonado. Aprendieron lo que todos los jaramillenses aprendían: La ciudad está viva y está llena de rencor y odio. No hay felicidad, solo los desafortunados y desgraciados entran. Todas esas maravillas hicieron que Ernesto sonriera, enajenado por la ironía. Buscó a la vieja que le había dado la bienvenida, ya no recordaba su nombre. Caminó de un extremo de la ciudad a otro para llegar allá y al ver los puestos y su casa abandonada, “¡Bienvenidos a Jaramillo!” adquirió un mal sentido.

De haber sabido… ¿por qué la vieja no le había advertido? Era obvio, en cierto sentido. No le quiso hacer difícil la vida desde que llegó, mejor dejó que lo descubriera sólo, así como había hecho ella. Si, tal vez. ¿Pero a dónde se había ido la vieja ahora? ¿Acaso fue una aparición? Ernesto miró decepcionado el letrero y emprendió el camino de regreso. Su hija tarareó y balbuceó una canción de cuna que él le cantaba cuando las noches eran largas.

Cierra tus ojitos, dulce amor,
con mi canción, olvidaré tu dolor,
las penas que te acosan
y los fantasmas que se asoman

Estaré abrazada a ti eternidades
hasta el final de todas las edades
Cuando el cielo caiga y se termine
El devenir, el tiempo ya se extingue

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La pesca le ofreció a Ernesto una oportunidad. No había muchos pescadores en Jaramillo (por no decir, ninguno). Así que se dedicó a ello en Puerto Octay. Consiguió una caña de pescar, una cubeta, un machete y una carreta. Así podía estar todo el tiempo con su hija, a quien le encantaban los pescados. Los agarraba y jugaba con ellos antes que se quedaran sin respiración. Podía venderlos todas las mañanas, jalando su carreta a la ciudad. Ganaba lo suficiente para pagar las comidas, la leche, el tronco para cortar y aplanar los pescados y logró ahorrar un poco para poder comprar más ropa. Un poco humilde, pero ropa en sí.

Lo siguiente sería comprar un coche. El que fuera. Ya que jalar la carreta a la Ciudad de Jaramillo, requería de dos a tres horas.

En las mañanas, se podían escuchar los gritos de Ernesto ofreciendo el pescado fresco. La gente se fue enterando y poco a poco, más fueron cada día. Se les veía un poco contentos de probar algo distinto a lo acostumbrado. A medida que pasaron los días, lo contento se les borró del rostro y ya lo hacían más por costumbre. Y Ernesto también. Había iniciado el negocio con cierta alegría y después, se le fué. Lo único que le conservaba contento era su hija, quien le acompañaba y jugaba con las cabezas de los pescados, aventándolas y picándole los ojos.

Había días en los que podían descansar. Ernesto llevaba a Isabel a un parque medio abandonado, donde solo viejos se sentaban en las banquetas. Miraban a la niña con cierta extrañeza, ya que era cierto que había pocos niños en Jaramillo. La mayoría habían muerto. Ernesto no le prestó mucha atención al hecho que la única juventud en ese parque era su hija, su mente estaba más ocupada en un recuerdo lejano. La sentó con mucho cuidado en un columpio y la mecío suavemente. Recordaba cuando su abuelo hacía eso y las risas de Isabel se perdieron hacía veinte años, entre un sol que le cegaba y la tierra que se le acercaba. Movimiento continuo: adelante y atrás. Y su abuelo, susurrando unas palabras sólo para Ernesto. Atrás y adelante. Recordaba como vestía, su traje gris y su chaleco café. Un sombrero de fieltro con una pluma verde. Cielo y tierra. Lleno de barbas rojas y cabellos también, ya con canas. Tierra y cielo. Robusto como un toro y tan tranquilo como un cordero.

Las risas de Isabel regresaban de un largo sueño de hacía veinte años y entonces su padre decidía que era hora de llevarla a casa.

Regresaban a casa con un olor característico, pero ya se habían acostumbrado. Se divertían mucho al bañarse, echándose agua el uno al otro. Ernesto siempre se dejaba ganar, ya que su hija no sabía todavía como conservar el agua en ambas manos sin que se le derramara antes de aventarla. Así vivían los días, en la decepción de la gente descontenta y en la alegría de tenerse el uno al otro. El sol pintaba sus siluetas al despertarse y caminar un rato en la playa, entre risas se confundía el choque de las olas y el amarillo del amanecer brillaba con sus sonrisas.

Ernesto e Isabel descubrieron que Jaramillo era mágico y en sus adentros, a pesar de toda la infelicidad que cargaba, había un brillo, un pedazo de luz puro. Podían sentirlo, sobre todo Isabel, quien señalaba las cosas más triviales para que Ernesto pudiera verlas.

—¡Malliposa! —gritaba Isabel y la señalaba. Ernesto volteaba su mirada y podía verla, gracias a que su hija lo había hecho. Estaba orgulloso de que su hija no pudiera verle el rostro gris a las personas, ni los edificios carcomidos por los vientos.

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Se acerca, se aleja.

Está en nuestro destino. La Muerte vive alrededor de nosotros.

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Ernesto fue despertado por su hija gritando a todo volumen—: ¡Circo! ¡Circo! Ernesto quería creer que era cierto. Se levantó y se puso una camisa. Su hija siguió gritando y riendo, le jaló las ropas para apresurarlo y saltó a su alrededor. Ernesto consintió en salir y se asomó. A lo lejos había un gran domo de colores, que se alzaba imponente. ¿Cuándo surgió aquel domo? Ernesto trató de hacer memoria y lo único extraño que pudo recordar, fue el ruido que un motor hizo en la madrugada de hacía unos días. Tomó a su hija de la mano y este lo jaló a trompicones de la casa.

El domo era grande, pero se hizo gigantesco a medida que se acercaban a él. Ernesto aún no daba crédito a lo que miraban sus ojos. Era un domo cubierto de telas hermosas, perfectamente hecho. Como si fuera trabajo de la naturaleza. Su hija reía y miraba asombrada a su alrededor, las calles de un Puerto Octay solitario. Señalaba a todas partes, platicándole a Ernesto de cosas que él no veía y no sabía como responderle a su hija.

—¡Mira papá! ¡Se etá comiendo el fuego! —gritó Isabel emocionada y corrió hacia la lateral del camino que llevaba al domo. Ernesto solo pudo mirar una calle vacía y casas vencidas de soledad. No había nada, ¿qué es lo que miraba su hija? Trató de ver con los mismos ojos. Ya había sucedido en ocasiones que era su hija la que podía ver más allá las cosas más simples. Sin embargo, en esta ocasión no podía.

Escuchó un ruido. Un hombre, ya viejo y vestido con harapos, de ojos alegres y barba mal afeitada, manejaba un monociclo. Daba vueltas de un lado a otro, gritando chistes. Ernesto pensó que estaría loco. Isabel se dio cuenta de este hombre y le miró con los ojos muy abiertos.

—Es un payallito papi. Es muy bonito.

Ernesto quiso estar de acuerdo. Detrás de este hombre, había otro más humilde y tenía un saxofón en los labios y lo tocaba. Una mujer, con un más gris que blanco, bailaba alrededor de este hombre con las notas musicales. Trató de comunicarse con ellos, pero le fue imposible. Una vieja ciega se asomó desde una ventana y con voz estridente les gritó—¡El poder, usen el maldito poder!

Caminó un poco más y encontró a un muchacho. Con los ojos cerrados recitaba, como en un trance, historias que ojalá estuvieran escritas. Con él no quiso comunicarse. Isabel caminó a lado de su padre, mirándolo extrañada como cuando se mira a un bicho raro. Ernesto entonces entró al domo y miró gradas y cuerdas. En el aire, una pareja de jovenes practicaban piruetas y trapecismo. Los dominaban a la perfección y Ernesto se quedó embelezado mirándolos.

—Tiene alas papi. Las alas de una malliposa. —dijo Isabel y le miró un momento—. Oh. Es que tú no ves. ¿Quieres mis ojos, papá?

—No hija. Lo veo todo y es hermoso —atinó a decir Ernesto. No quería preocuparla. No sabía que veía ella, pero a través de sus ojos, pudo adivinar que era lo más hermoso del universo.

Durante dos meses, Ernesto y su hija visitaron el gran domo cuando la pesca les permitía. En las noches, su hija contaba a Ernesto lo que había visto en el circo. Platicaba de los tragafuegos, de los elefantes, de los gitanos y las bailarinas. De los colores que Ernesto no podía encontrar como ella y estaba seguro que su hija debía tener un don, aunque este fuese la locura. Se dejaba llevar por todas las historias que ella pudiese contarle.

A veces, tan sólo prefería llevarla al parque y columpiarla. Al menos ahí siempre miraban lo mismo.

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Risas, risas… soy tan feliz.

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Ernesto había escuchado en las calles que el Ejército del Hombre sin Rostro —Lurendberg—, se preparaba a detener un acto de rebeldía en Puerto Octay en dos días. Que no tardarían más de tres horas en hacerlo y pedía a la población en general, que evitaran a toda costa el puerto. Aquel que desobedeciera, se le aplicaría un juicio y se le juzgaría en el acto con pena de muerte. Ernesto podía fácilmente asociar ese evento con el gran domo, pero no entendía que peligro podían representar un puñado de locos de los cuales no había pena, ni beneficio. De cualquier manera, se levantó temprano, pescó un poco y echó más hielo para que el pescado se conservara más tiempo. Jaló su carreta y a su hija hacia la ciudad.

Cuando estaban vendiendo pescados en la ciudad, los miraron. Camiones del ejército iban rumbo a Puerto Octay. El gobernante Von Lurendberg encabezaba en el primer camión. El General era quien conducía el coche. Ernesto ya había tenido problemas una vez con el ejército, específicamente cuando preguntó a un par de soldados donde había escuelas. Afortunadamente la cosa no pasó a mayores y pudo escaparse de la situación.

Isabel les observó asustada. En el camión siguiente, iba un coronel de boina y abrigo. Se miraron a los ojos y fue el coronel quien le sonrío a la niña. En un gesto, le apuntó con dedo y murmulló: “Bang”. Ernesto se dio cuenta del hecho, abrazó a Isabel y la apartó de la mirada de aquel hombre.

—¿Van a matar al circo, papi?

—No lo sé hija. Pero hoy regresaremos tarde a casa. Tenemos que esperar a que el ejército termine.

Miró hacia las nubes y notó que se alzaron varias sombras. No sabía que de poco en poco, cubrirían todo el cielo. Y allá, por donde estaba Puerto Octay, se alzaba el infierno.

De todas maneras, debían regresar a casa.

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Sol, tierra.

Tuvimos que hacerlo. Levantar a los muertos y llevarlos.

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El Día Negro fue la solución que propuso Jaramillo para que nadie volviera a pensar en felicidades, ni alegrías, ni esperanzas. Se levantó como la polvareda de una estampida de bueyes y la ciudad se llenó de sombras que no dejaban, en ningún instante, que la luz del sol penetrara. Se extendió por completo, en Puerto Octay, en la Ciudad y el Pueblo de Jaramillo, en el bosque, en los desiertos, en el mar.

Ernesto se encerró en la casa de Puerto Octay y abrazó a su hija, quien gritaba y lloraba desesperada. Las sombras se aventaban contra las ventanas, y reían y gritaban y lloraban. Ernesto tomó su machete, debería protegerles a ambos si nada funcionaba y decidió que si las sombras ocupaban la casa, se esconderían en el armario. Pero las sombras no pretendían entrar, tan sólo hacerles sufrir.

Miró a Isabel y notó puntitos negros en sus manos. Sorprendido y angustiado se preguntó contra qué estaban luchando.

—Tus manos, papá —dijo Isabel. Ernesto lo hizo, también sus manos se estaban llenando de puntos negros. Los tocó y notó que eran más suaves que su propia piel. Tuvo la descabellada idea de que también se estaban conviritiendo en sombras. Fue cuando supo, que nada dependía de ellos realmente. Dejó el machete en la mesa, abrazó a su hija y se mecieron ambos. Se reconfortaron mientras escuchaban la risa estridente de las sombras que habían oscurecido Jaramillo.

No permitiría que se llevaran los ojos de su hija, tomó el machete con firmeza y desafió en silencio a las sombras, esperando que la primera entrara, mientras sus manos y su rostro —las manos y el rostro de su niña—, se llenaban de puntos negros, sombras en la piel, que se extendían lentamente por todo el cuerpo. Con el machete aún en las manos, sentado y abrazando a su niña que lloraba, se meció adelante y atrás, como cuando solía estar en los columpios con su abuelo. La niña tranquilizó sus sollozos y él cerró los ojos lentamente. Todavía empuñaba el machete con fuerza. Sus ojos se entre-cerraron, aún él no queriendo. En el viento se escuchaba un viejo jazz alegre, que le permitía tranquilizarse y dejarse llevar al sueño.

Trató de asomarse por la ventana y en medio de las sombras, vio la luz de dónde provenía el jazz. Sus ojos no abrían más y no lograba distinguir que o quien era la luz. Su hija roncaba suavemente y la risa de las sombras se fue aplacando. Tal vez el debía dormir también, con esa dulce melodía tranquilizándole… y tardó más en pensar ello, que en rendirse al sueño.

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Al despertar, Isabel estaba mirando a través de la ventana el extenso mar. Ernesto se palpó el cuerpo y descubrió que los puntos negros habían desaparecido. Aliviado, descubrió que también su hija ya no los tenía. Sin embargo, ella estaba tan silenciosa mirando el mar, que creyó por momentos que nada se había resuelto. Le vinieron a la mente recuerdos de su esposa, de su abuelo y de su bisabuelo. Ellos también tenían la asombrosa capacidad de mirar un punto distante y no cejar en ello. Tosió para llamar la atención de Isabel y ésta volteó con una sonrisa, como si nada hubiese sucedido, corrió con sus piecesitos a abrazarle, le besó las mejillas y le dijo— Papi, a partir de hoy, todo estará muy bien.

Cuando salieron de la choza, Puerto Octay era un terrible desastre. El domo estaba por completo destruido. Basura de colores estaba en todas partes. Ernesto se fijó en los restos que dejó el ejército, en su pasada por ahí. Ayer, cuando habían llegado, estaban demasiado ocupados tratando de encerrarse en su casa para no tener que enfrentar a las sombras.

—Se fueron —dijo Isabel y se quedó en silencio un largo rato. Ernesto creía que hablaba de las sombras, sin embargo, ella miraba el domo.

Ya no había sombras en Jaramillo, el cielo estaba azul y el mar brillaba con una alegría nunca antes vista. Su hija era capaz de ver esas cosas, pensó Ernesto, y podía ser que tuviera razón. Todo estaría muy bien. Decidieron tomarse el día libre, podrían descansar de la pesca y la carreta. Inmediatamente fueron a la ciudad, para preguntar por las novedades y se enteraron de la caída de Lurendberg en el poder y la disolución del Ejército.

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Fuerte carcajada.

No es tu culpa, ni es la mía.

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Ernesto se dedicó a vender el pescado como nunca y éste se vendía rápidamente, igual que pasaban los años. Isabel pronto cumpliría cinco. Ya no necesitaba el coche, le agradaba caminar de Puerto Octay a la ciudad y viceversa. Su hija crecía rápidamente y a ella le encantaba gritar el costo de los pescados, ofrecerle las partes a las marchantas y platicar con la gente que iba de paso. Isabel era una persona muy abierta y muy alegre, aún cuando cada mañana, Ernesto la descubría observando el mar. No le quiso preguntar, sabía que venía de familia o creía que debía ser así.

—No entiendes papi —dijo Isabel un día, adivinando la pregunta—. Tengo que darte mis ojos. Tarde o temprano. Te quiero mucho papá.

—Ya me los das, me los das todos los días —dijo Ernesto. No quiso comprender más.

Los columpios se hicieron un rito más común, ya que se había perdido el circo donde su hija recogía historias maravillosas. Todavía en las noches, sorprendía a su padre contándole una anécdota nueva de aquel circo y él se preguntaba donde podía haberla aprendido. No era locura, porque los ojos de los locos se reconocen, ella solo podía decirle la verdad.

En Jaramillo, Alicia Elizondo se alzó al poder. Instituyó muchas reformas y cuidó de arreglar los daños hechos a la ciudad, por la ciudad misma. A Ernesto se le hacía conocida la muchacha, pero no recordaba donde la había visto por primera vez. Lo que restaba del ejército del Hombre sin Rostro, se juntó para hacer una organización: “Los Cuerpos de Paz de Jaramillo”. A Ernesto le interesó la propuesta, ya que requerían educadores. Llenó una aplicación y en el sueldo puso que no necesitaba, su pescadería le daba lo suficiente.

Su hija se animó cuando Padre Burgos llegó un día a Puerto Octay, y llevaba con él a un puñado de niños que había recogido de la calle. Le dio una bienvenida efusiva y Ernesto se vio obligado a hacer lo mismo.

—Necesito a un profesor para estos niños —dijo Burgos, un hombre todavía joven. Ernesto se dio cuenta que era el primer religioso que veían en Jaramillo—. Los Cuerpos de Paz me dijeron que usted podría ofrecerme sus servicios.

—¡Mi papá es el mejor! —exclamó Isabel—. ¡Nos encantará ayudarlo, señor!

Ernesto se acarició el cabello y sonrió timidamente. Extendió su mano y los dos hombres se dieron un fuerte apretón de manos.

—Todo mejorará en Jaramillo, ¿verdad Padre?

El Padre Burgos sonrió.

—No sabría decirlo. Dejémoslo al tiempo y a personas buenas como usted. Jaramillo todavía necesita enterrar a sus muertos.

Ernesto entonces llevaba a su hija los fines de semana al orfanato que abrió Burgos, donde antiguamente estaba el domo. Se dedicaba a platicar con él y se hicieron buenos amigos. Isabel se dedicaba a jugar con los niños, los cuales eran solamente cinco. Ya después, de las cuatro a las siete de la noche, Ernesto se dedicaba a enseñar a los niños lo más básico. Como aprender a leer y a escribir, a sumar, restar y multiplicar. Muchas veces fue a la ciudad y buscó libros de cuentos, para que los niños pudiesen practicar su lectura.

El cumpleaños número cinco de Isabel se acercaba y decidió ahorrar dinero para mandarle a hacer un broche de mariposa. Se lo entregaron de madera, rojo y barnizado. Tan rojo como las barbas de su abuelo. Como las cartas rúnicas de su bisabuelo. Tan brillante, como cuando Ernesto era columpiado y miraba el sol, deslumbrándole y escuchaba palabras que su abuelo le decía solamente a él. ¿Qué era lo que decía? No podía recordarlo. No importaba el pasado.

Su hija era su vida.

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Su hija, también fue su muerte y su re-nacimiento.

Todos los recuerdos. Todas las palabras del abuelo. Toda la magia del bisabuelo.

Levanta-Muertos despertó un mal día.

Le dijo que no se acercara mucho al mar, desde la orilla. Le dijo que no jugara a brincar. Le dijo que era peligroso. Y su hija no hizo caso. Debió haber insistido, debió haberle pegado, debió haberle prohibido. Y su hija no hizo caso. Fue su hija quien saltó ese día y fue el mar quien extendió su garra y el viento la empujó. Él no pudo más que mirar a unos metros.

Se aventó al mar, a tratar de alcanzarla. Las olas la alejaban rápidamente. Extendió su mano y se dio cuenta de lo pequeña que era. Empujó ambios pies, y se dio cuenta de lo débiles que eran. Y gritó su nombre, y le dolió ser tan fuerte en ello. Trató de alcanzarla, pero el mar la alejaba. Esto no debía ser así, se repitió Ernesto, esto no debía ser así.

Pero así debía ser. ¿Qué quieres que te diga?

Ernesto nadó y no supo cuanto tiempo lo hizo. Hasta que se le agotaron las fuerzas y quedó inconsciente, acostado en alguna parte de la playa. lloró al despertar y gritó el nombre de su hija, temiendo una falsa esperanza y agarrándose el corazón, queriendo una verdadera. Así fue que les escuchó a todos al mismo tiempo y tuvo que taparse las orejas y arrodillarse.

Uno tras otro, ocupaban todo Puerto Octay. Fantasmas. Miró a cada uno de ellos. Imágenes translucidas que se alzaban como un ejército completo, señalándole con ojos vacíos. Había adquirido los ojos de su hija, al haber muerto con ella. Ojos que le habían pertenecido desde siempre y ahora, le eran justamente regresados.

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Adelante, atrás.

Escucha hijo, esto que te digo.

Risas, viento.

El padre de tu padre y mi padre.

Sol, tierra.

Tuvimos que hacerlo. Levantar a los muertos y llevarlos.

Se acerca, se aleja.

Está en nuestro destino. La Muerte vive alrededor de nosotros.

Alzo las piernas, las doblo.

Es nuestro trabajo. Todos los varones tuvimos que hacerlo, hasta envejecer y engendrar otro.

Respiro, exhalo.

Todos morirán alrededor de ti. Hasta que la Muerte nos perdone.

Fuerte carcajada.

No es tu culpa, ni es la mía.

Sollozos de emoción.

Trata de ser feliz y llevar con honor el oficio.

Me agarro fuerte del columpio. No quiero caerme.

Él te descubrirá a ti. Ahora aprende estas palabras, aprende estos símbolos… mi nieto Levanta-Muertos.

Risas, risas… soy tan feliz.

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Levanta-Muertos se puso de pie, después de haber llorado la muerte de su hija y caminó evitando a los fantasmas que lo seguían con la mirada. Fantasmas necios, cada uno de ellos. Tan sólo de verlos, podía adivinar la historia. Sus labios se abrieron y palabras del pasado salieron, así podía comunicarse con ellos aunque estos no quisieran hablarle. Caminó arrastrando los pies, hasta llegar a su choza. Miró la carreta y miró el machete. Ahora entendía porque los necesitaba. El pasado adquirió sentido y también, la constante mirada de su hija al mar. Ella debía saber que moriría, los muertos le habían dicho. ¿Por qué su hija no le había advertido? Que importaba, Levanta-Muertos tenía que prepararlo todo.

Se arrodilló ante su armario, debía abrir el portal. Palabras viejas volvieron a nacer de su garganta y observó el brillo oscuro alrededor de la puerta. No había esperanza. Nunca la hubo. No importaba la Ciudad de Jaramillo. Él estuvo condenado desde siempre. Con su machete, grabó los símbolos rúnicos en la puerta y después la abrió. Un hombre de chamarra negra y jeans le estaba esperando, llevaba un cuervo en su hombro.

Levanta-Muertos tomó su machete y miró a aquel hombre en el armario. La puerta al mundo de los muertos estaba abierta.

—¿Sabes qué te corresponde ahora? —preguntó La Muerte.

—Levanta-Muertos siempre lo supo.

—Acompáñame. Te enseñaré el camino. Deberás recorrerlo muchas veces, en Jaramillo hay tantos que todavía no lo conocen. Ven.

Y se fue Levanta-Muertos, con ojos grises y rostro vencido. Nunca hubo esperanza. Nunca hubo una luz para él. No habrá ningún beso de buenos días para Levanta-Muertos y todas las historias, habrán de enterrarse en los caminos que recorra, por los siglos de los siglos.